Cuando eres candidato presidencial, candidato electo y, sobre todo, presidente de la nación más poderosa tanto militar como económicamente, tienes la posibilidad de negociar con otros países adoptando una lógica similar a la de un “bully” en la secundaria. Esto implica la capacidad de intimidar y amenazar, incluso con los asuntos más absurdos, sin importar si esas amenazas se concretarán o no.
Un ejemplo claro de esta lógica es el expresidente y actual candidato electo de los Estados Unidos, Donald Trump. Durante su primera campaña presidencial, lanzó amenazas contra diversos países, como México, y, ya en la presidencia, extendió esta actitud hacia organizaciones aliadas, como la Unión Europea, e incluso hacia entidades en las que Estados Unidos desempeña un papel esencial.
En el caso de México, sus amenazas se centraron en el control de la migración que cruza su frontera sur desde nuestro país. Como candidato, Donald Trump prometió la construcción de un muro a lo largo de los más de tres mil kilómetros de frontera común, presentándolo como una medida para frenar el flujo migratorio y reforzar la seguridad nacional. Sin embargo, al concluir su mandato, el presidente republicano apenas había construido una fracción insignificante de dicho muro y, paradójicamente, deportó a menos migrantes que su predecesor, Barack Obama.
El expresidente Donald Trump afirma haber cumplido su promesa respecto al control migratorio, aunque no mediante la construcción del muro físico que había planteado inicialmente. En cambio, sostiene que logró su objetivo al presionar al gobierno mexicano para desplegar a más de 20,000 elementos de la Guardia Nacional para vigilar la frontera sur. Con esta acción, Trump reinterpretó su discurso inicial, trasladando la responsabilidad y los costos del control migratorio a México, mientras proclamaba haber cumplido su compromiso con los votantes estadounidenses.
En cuanto a sus amenazas a la Unión Europea, Donald Trump adoptó una postura similar a la que utilizó con México, usando la intimidación y los aranceles como herramientas para presionar a los países europeos a ceder en términos comerciales. En 2018, lanzó amenazas de imponer tarifas sobre el acero y el aluminio europeos, justificando sus acciones bajo el pretexto de la “seguridad nacional”. También advirtió sobre aranceles del 25 % a los automóviles importados desde Europa, señalando que esto sería una medida para proteger la industria automotriz estadounidense
Sin embargo, como ocurrió con México, estas amenazas fueron más parte de una estrategia retórica que una acción concreta. Las tarifas impuestas no fueron tan devastadoras como se había anticipado, y Trump finalmente alcanzó acuerdos sin llegar a imponer las medidas más radicales.
Al igual que con la cuestión migratoria en México, Trump utilizó sus amenazas hacia la UE como una forma de aparentar que cumplía sus promesas, cuando en realidad gran parte de su discurso se quedó en simples palabras sin grandes resultados. Aunque intentó cambiar el rumbo de las relaciones comerciales con Europa, su enfoque se centró más en la presión verbal que en la ejecución de medidas drásticas. Las concesiones que obtuvo de la UE, como el acuerdo sobre la reducción de barreras comerciales, fueron más producto de las negociaciones que de un cambio radical impulsado por la amenaza constante de represalias.
En relación con la OTAN, Donald Trump adoptó una postura desafiante, cuestionando la validez de la alianza y exigiendo que los países miembros aumentaran sus contribuciones financieras. Durante su presidencia, criticó repetidamente a los aliados europeos por no cumplir con el compromiso de destinar al menos el 2 % de su PIB a la defensa, un objetivo acordado dentro de la organización.
Trump llegó a amenazar con retirar a Estados Unidos de la OTAN si los países europeos no cumplían con sus obligaciones presupuestarias, utilizando la amenaza como una forma de presionar a los miembros para que incrementaran sus aportaciones. Incluso sugirió que los Estados Unidos deberían cobrar por la protección que brindan a Europa, argumentando que los gobiernos del continente no ofrecían nada a cambio de la seguridad proporcionada por Estados Unidos.
Por más duras que fuese la amenaza, dicha simultaneidad no se tradujo en una retirada de la OTAN o una alteración sustancial de la estructura previamente establecida de la alianza. En su lugar, las tensiones fueron suficientemente fuertes para generar subversión interna y determinaron porcentajes en los presupuestos de defensa para evitar más ataques de Trump.
Ahora bien, igual que en otros aspectos de la política exterior, la retórica brutal del presidente Trump tuvo un impacto limitado sobre acción “real” estratégicamente significativa por parte de la OTAN. A pesar de agregar más presión sobre los aliados, las amenazas nunca se tradujeron en un retirada real estadounidense de la organización, y dicha institución no dejo de ser parte de la hegemonía imperial de Estados Unidos.
El caso de Donald Trump, como el del típico “bully” de secundaria, está marcado por un estilo grandilocuente que prioriza las amenazas y las declaraciones impactantes sobre los resultados concretos. Es, ante todo, un maestro de la retórica, un hablador incansable que parece disfrutar más del espectáculo que de la sustancia. Su presidencia, y ahora su candidatura renovada, se construyen sobre esta base: promesas altisonantes, amenazas exageradas y una narrativa que coloca su figura como el único salvador capaz de restaurar la “grandeza” de su país.
Trump habla como si cada palabra tuviera el peso de un decreto, pero en la práctica, muchas de sus declaraciones se quedan en el aire. Su insistencia en crear crisis, reales o fabricadas, y luego proclamarse el único capaz de resolverlas, es una constante en su estilo. Desde la construcción del muro hasta sus enfrentamientos comerciales con Europa y sus desafíos a la OTAN, Trump demostró que su fuerza reside más en el ruido que hace que en las acciones que logra concretar.
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