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  • AGIR: La Nueva Era del Manejo de Basura en la CDMX

    AGIR: La Nueva Era del Manejo de Basura en la CDMX

    La Ciudad de México enfrenta uno de sus mayores retos: gestionar las más de 12,000 toneladas de basura que genera cada día. Durante años, las responsabilidades estuvieron divididas entre distintas dependencias, dificultando la eficiencia. Para revertir esta situación, en noviembre de 2024 se creó la Agencia de Gestión Integral de Residuos (AGIR), un organismo público descentralizado que busca transformar la forma en que la capital maneja sus desechos.

    La AGIR nace con el objetivo de reducir la cantidad de residuos enviados a rellenos sanitarios, aprovechar materiales reciclables, modernizar la infraestructura y promover la economía circular. Para lograrlo, concentra funciones que antes estaban dispersas, integrando la planeación, recolección, separación y valorización de residuos.

    Entre sus principales metas destacan:

    • Renovar el 50 % de la flota de camiones recolectores para mejorar tiempos y reducir emisiones.
    • Lograr que al menos la mitad de los residuos orgánicos se separen correctamente.
    • Impulsar plantas de reciclaje y valorización para producir composta, biogás y materiales de construcción.
    • Implementar campañas de educación ambiental que fomenten la separación desde los hogares.

    El desafío es también cultural: hoy, solo 2 de cada 10 capitalinos separan su basura. Por ello, la AGIR busca involucrar a la ciudadanía y reconocer el papel de los recolectores y pepenadores, quienes son clave en la cadena de reciclaje.

    Más que un proyecto ambiental, la AGIR representa una apuesta social y económica: busca reducir emisiones, mejorar la salud pública, generar empleos verdes y colocar a la CDMX como referente regional en gestión de residuos. Sin embargo, su éxito dependerá tanto de la infraestructura como de la participación ciudadana.

    Si sociedad y gobierno avanzan juntos, la meta de una Ciudad de México más limpia, sustentable y consciente puede convertirse en realidad.

  • Bosque de Agua

    Bosque de Agua

    El Bosque de Agua, localizado en la zona sur de la Zona Metropolitana del Valle de México, constituye uno de los ecosistemas más estratégicos para la seguridad hídrica, climática y ecológica del país. Sin embargo, enfrenta crecientes amenazas derivadas de la expansión urbana, la tala ilegal y la presión sobre sus recursos. Protegerlo no solo es una cuestión ambiental: es una necesidad vital para millones de habitantes.

    Importancia ecológica e hídrica

    El Bosque de Agua se extiende entre la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, conformando un corredor biológico de alrededor de 250 mil hectáreas. Su papel central es la captación y filtración del agua de lluvia hacia los mantos acuíferos, proceso que abastece hasta al 70% del consumo de agua subterránea de la Zona Metropolitana del Valle de México.

    La capacidad de infiltración de sus suelos volcánicos y la cobertura forestal permiten mantener el equilibrio hídrico de una región que ya enfrenta problemas severos de sobreexplotación de acuíferos y hundimientos del suelo. La degradación del bosque comprometería directamente el acceso al agua potable, intensificando una crisis que ya es tangible.

    Biodiversidad y patrimonio natural

    El Bosque de Agua es también un refugio de biodiversidad única. Aloja especies de flora como el oyamel, el pino y el encino, además de fauna característica como el venado cola blanca, el coyote, el lince y el conejo de los volcanes, especie endémica en peligro de extinción.

    Su importancia trasciende la escala local: funciona como un corredor biológico que conecta los ecosistemas de los volcanes Iztaccíhuatl-Popocatépetl con la Sierra del Ajusco-Chichinautzin. Esta conectividad garantiza la movilidad genética de las especies y la resiliencia ecológica frente a perturbaciones externas.

    Regulación climática y protección ambiental

    Además de su rol hídrico y biológico, el Bosque de Agua actúa como regulador climático y escudo natural para la ciudad. Su vegetación contribuye a la captura de carbono, la mitigación de contaminantes atmosféricos y la regulación de la temperatura.

    Asimismo, reduce la vulnerabilidad de la metrópoli ante fenómenos extremos: amortigua inundaciones, previene deslaves y mitiga las olas de calor que, debido al cambio climático, son cada vez más frecuentes. La pérdida del bosque significaría una disminución crítica en la capacidad de adaptación de la ciudad frente a estos riesgos.

    Amenazas actuales

    La presión sobre este ecosistema es múltiple. La expansión urbana, con asentamientos irregulares en zonas de conservación, genera fragmentación y pérdida de cobertura forestal. La tala ilegal y los incendios forestales, algunos de ellos provocados, agravan la deforestación. A ello se suman prácticas agrícolas y ganaderas que no siempre son compatibles con la sustentabilidad del territorio.

    En la medida en que el bosque se reduce, los servicios ambientales que provee se ven comprometidos. Es importante subrayar que la recuperación de estos ecosistemas es un proceso de largo plazo, mientras que su destrucción ocurre con gran rapidez.

    Justificación para su protección

    La protección del Bosque de Agua debe plantearse como una prioridad estratégica de política pública por varias razones:

    – Seguridad hídrica: sin este bosque, la recarga natural de los acuíferos sería insuficiente para sostener a la población metropolitana.
    – Salud pública: al regular el aire y la temperatura, reduce riesgos sanitarios asociados a la contaminación y el calor extremo.
    – Resiliencia climática: fortalece la capacidad de adaptación de la ciudad frente al cambio climático.
    – Valor ecológico y cultural: es un patrimonio natural irremplazable para la región central del país.
    – Desarrollo sustentable: su conservación favorece actividades económicas como el ecoturismo y la agricultura de bajo impacto.

    Lineamientos de acción

    La conservación del Bosque de Agua requiere un enfoque integral que involucre a los tres órdenes de gobierno, la sociedad civil y las comunidades locales. Entre los mecanismos más relevantes destacan:

    – Implementar una vigilancia estricta contra la tala ilegal y los cambios de uso de suelo.
    – Promover programas de restauración ecológica con especies nativas.
    – Establecer incentivos económicos como los pagos por servicios ambientales.
    – Reconocer el papel de las comunidades campesinas y ejidales como actores clave en la conservación.
    – Impulsar la educación ambiental para sensibilizar a la ciudadanía sobre su valor estratégico.

    Conclusiones

    El Bosque de Agua es un elemento esencial para la sostenibilidad del Valle de México. Su función en la captación de agua, la regulación climática y la conservación de la biodiversidad lo convierten en un activo natural de primer orden.

    Protegerlo no es solo una cuestión ambiental, sino una estrategia de seguridad y supervivencia para una de las metrópolis más grandes del mundo. La omisión en su cuidado podría acarrear consecuencias irreversibles, desde la agudización de la crisis hídrica hasta la pérdida de especies y el aumento de riesgos climáticos.

    En suma, el Bosque de Agua representa un ejemplo claro de cómo la conservación ambiental está directamente vinculada al bienestar humano. Asegurar su preservación equivale a garantizar condiciones mínimas de habitabilidad para las generaciones presentes y futuras.

  • Vasos reguladores: el agua como justicia social en la Ciudad de México

    Vasos reguladores: el agua como justicia social en la Ciudad de México

    Introducción

    La Ciudad de México enfrenta una paradoja hídrica que se ha convertido en uno de los mayores desafíos urbanos del siglo XXI: mientras millones de habitantes sufren desabasto de agua potable, cada temporada de lluvias la metrópoli vive episodios de inundaciones que paralizan colonias enteras. Esta contradicción es producto de una historia de desecamiento de lagos, urbanización acelerada y desigualdades sociales que han profundizado la vulnerabilidad de las zonas populares.

    En este contexto, la construcción de nuevos vasos reguladores hídricos aparece como una estrategia fundamental para reducir riesgos y, al mismo tiempo, abrir la posibilidad de repensar la relación entre agua, ciudad y justicia social.

    Los vasos reguladores: más que infraestructura hidráulica

    Los vasos reguladores son espacios naturales o artificiales que permiten almacenar temporalmente grandes volúmenes de agua pluvial y escurrimientos, reduciendo la presión sobre ríos, canales y drenajes. Su objetivo central es evitar inundaciones, pero su potencial trasciende lo técnico.

    En la Ciudad de México, los vasos reguladores han sido históricamente una forma de contener el agua en un valle cerrado, donde los ecosistemas lacustres fueron transformados en concreto. La apuesta por su expansión implica también reconocer que el agua debe dejar de entenderse como amenaza y comenzar a concebirse como recurso común y bien público.

    Proyectos en marcha

    El Gobierno de la Ciudad de México, a través de SEGIAGUA y la Secretaría de Obras y Servicios, ha proyectado la construcción y rehabilitación de al menos seis nuevos vasos reguladores. Estos estarán ubicados principalmente en alcaldías con alta vulnerabilidad hidrológica: Iztapalapa, Gustavo A. Madero, Tlalpan, Álvaro Obregón y Magdalena Contreras.

    Uno de los más relevantes se localizará en Santa Catarina, Iztapalapa, con capacidad de retener 400 mil metros cúbicos de agua. Esta obra busca reducir el riesgo de inundaciones en colonias como Ejército de Oriente, pero también funcionará como un espacio de recarga del acuífero.

    En Tlalpan, un vaso en la zona del Ajusco Medio permitirá captar escurrimientos de zonas boscosas y aliviar la presión sobre áreas urbanas. En Álvaro Obregón y Magdalena Contreras, se proyectan microvasos en barrancas que, además de controlar el agua, tendrán un componente ambiental y comunitario.

    En total, la ciudad espera aumentar su capacidad de regulación pluvial en más de 2 millones de metros cúbicos, lo que representa un paso significativo hacia la prevención de desastres y la adaptación climática.

    Un enfoque social y medioambiental

    Desde una perspectiva de izquierda ambientalista, los vasos reguladores no deben concebirse únicamente como grandes obras hidráulicas, sino como infraestructura social y ecológica. Esto implica diseñarlos como espacios que integren áreas verdes, corredores ecológicos y zonas de convivencia comunitaria.

    El agua, lejos de ser vista solo como un problema a contener, puede convertirse en el eje de proyectos de regeneración urbana y en un derecho garantizado colectivamente. Además, en zonas históricamente marginadas como Iztapalapa, estos proyectos tienen un fuerte componente de justicia ambiental, pues reducen la desigualdad en la exposición a riesgos de inundación.

    Retos y tensiones

    La viabilidad de estos proyectos enfrenta tres desafíos principales:

    1. Financiamiento: cada vaso de gran escala puede costar entre 500 y 900 millones de pesos. La inversión requiere coordinación entre gobierno local, federación y, en algunos casos, alianzas con organismos internacionales.
    2. Uso de suelo: varios de los predios previstos son terrenos ejidales o de conservación ecológica, lo que puede generar tensiones con comunidades locales y riesgos de desplazamiento si no se respetan los derechos de propiedad social.
    3. Carácter paliativo: aunque necesarios, los vasos reguladores no solucionan la crisis hídrica de fondo. La reducción de fugas en la red, la captación pluvial domiciliaria, la reforestación de áreas de recarga y la gestión equitativa del recurso son medidas indispensables para un cambio estructural.

    Hacia un modelo de ciudad resiliente

    Los nuevos vasos reguladores deben entenderse como parte de una estrategia de resiliencia climática y social. En una metrópoli marcada por la desigualdad, garantizar que las comunidades más vulnerables cuenten con protección frente a inundaciones es un acto profundamente político.

    Estos proyectos representan también la oportunidad de reconciliar a la ciudad con su memoria lacustre: reconocer que el agua fue, y sigue siendo, el pulso vital del Valle de México. Construir vasos reguladores es, en cierta forma, recuperar un fragmento de esa relación perdida.

    Conclusión

    La creación de nuevos vasos reguladores en la Ciudad de México constituye una apuesta urgente para enfrentar las lluvias intensas, el cambio climático y la desigualdad en la gestión del agua. Sin embargo, su verdadero valor radicará en que no sean solo obras de ingeniería, sino espacios de comunidad, naturaleza y justicia ambiental.

    El desafío es enorme: no basta con construir depósitos de agua, se requiere construir un proyecto de ciudad donde el agua sea un derecho y no un privilegio. En ese horizonte, los vasos reguladores son un paso hacia la dignidad urbana y la resiliencia popular.

  • Nada que Perder

    Nada que Perder

    Imagina despertar una mañana y darte cuenta de que ya no hay tierra firme bajo tus pies: la sequía ha consumido tu pozo, las lluvias nunca llegaron y tu comunidad ya no puede sembrar ni cosechar. O cómo el mar, implacable, avanzó lentamente hasta que tu hogar quedó bajo agua. No es una novela; es la realidad diaria que viven millones hoy. La migración climática ya es presente, y sus cifras nos llaman a actuar urgente.

    Crisis en números

    • 216 millones de personas podrían desplazarse dentro de sus países para el año 2050, impulsadas por la degradación ambiental, la escasez de agua, el hambre y el aumento del nivel del mar.
    • En América Latina, se estima que 17 millones estarían en esta situación hacia esa fecha.
    • 60,000 personas huyen cada día de sus hogares por efectos del cambio climático; las cifras se han duplicado en la última década.
    • Solo en 2023, 7.7 millones de personas quedaron desplazadas dentro de sus propios países por desastres climáticos repentinos como tormentas, inundaciones o incendios.
    • El nivel del mar también amenaza: 1.23 mil millones de personas viven actualmente en zonas a menos de 10 m sobre el nivel del mar, lo que las vuelve especialmente vulnerables.
    • En México, se proyecta que entre 1.4 y 6.7 millones de adultos podrían emigrar hacia EE.UU. para 2080 debido al deterioro de la productividad agrícola provocado por el cambio climático.

    ¿Cómo respondemos?

    1. Mitigación del cambio climático
    – Transición rápida hacia energías renovables (solar, eólica, geotérmica).
    – Reforestación y restauración de ecosistemas como manglares y humedales, que actúan como escudos naturales contra tormentas y erosión.
    – Reducción urgente de emisiones conforme a los objetivos del Acuerdo de París.

    2. Adaptación comunitaria
    – Implementar sistemas de riego eficiente, captación de agua de lluvia y cultivos resistentes a la sequía o salinidad.
    – Crear redes de alerta temprana, refugios seguros y programas de seguros agropecuarios ajustados al clima.
    – Apoyo a economías locales: turismo sostenible, producción comunitaria, cooperativas energéticas.

    3. Legislación con mirada humana
    – Reconocer jurídicamente a los migrantes climáticos internos, garantizando acceso a salud, educación, vivienda y empleo.
    – Desarrollar un Plan Nacional de Adaptación Climática que identifique zonas vulnerables, delimite estrategias con participación de comunidades y coordine recursos.
    – Establecer incentivos verdes: subsidios, microcréditos, fondos para tecnologías sostenibles en zonas rurales.
    – Promover un ordenamiento territorial con justicia social, donde la relocalización de poblaciones se realice con dignidad, servicios, empleo y participación comunitaria.
    – Incluir en la educación pública contenidos sobre cambio climático, migración y resiliencia.

    Un último llamado

    Estas cifras no están grabadas en piedra: con políticas decididas y justicia social, se podría reducir la migración climática en hasta un 80%. Pero sin acción, los desplazamientos seguirán en aumento, forzando a comunidades enteras a dejar atrás sus raíces.

    El título “Nada que Perder” resume esta tragedia y nuestra invitación: actuar antes de que no quede ningún hogar que salvar.

  • Greenwashing en México: un reto para la sostenibilidad y la confianza ciudadana

    Greenwashing en México: un reto para la sostenibilidad y la confianza ciudadana

    En los últimos años, la palabra “sustentable” se ha vuelto común en la publicidad, el consumo y hasta en la política. En México, muchas empresas se presentan como “verdes”, “ecoamigables” o “responsables con el planeta”, pero no siempre cumplen lo que prometen. A esta práctica se le conoce como greenwashing, un término que mezcla “verde” (green) y “lavado” (washing), y que hace referencia al intento de limpiar la imagen pública de una empresa a través de mensajes ambientales engañosos o exagerados.

    El problema no es solo semántico. El greenwashing genera desinformación, debilita la confianza de los consumidores y retrasa la transición hacia una verdadera sostenibilidad. En un país como México, donde la conciencia ambiental crece pero la regulación aún enfrenta vacíos, este fenómeno se convierte en un obstáculo que debemos entender y enfrentar.

    ¿Cómo aparece el greenwashing en México?

    Al caminar por un supermercado, es común encontrar etiquetas que prometen ser “100% naturales”, “cuidar el planeta” o “neutrales en carbono”. Sin embargo, muchas veces estas afirmaciones no están respaldadas por estudios técnicos ni por certificaciones confiables. El greenwashing se manifiesta en diferentes formas:

    1. Afirmaciones vagas: expresiones como “producto verde” sin datos que lo sustenten.
    2. Sellos inventados: logos que parecen certificaciones pero que en realidad son creados por la misma empresa.
    3. Énfasis en un aspecto menor: destacar que un empaque es reciclable mientras el producto sigue contaminando en su producción o transporte.
    4. Promesas incompletas: hablar de reducción de plástico sin explicar el impacto en agua, energía o emisiones.
    5. Compensaciones dudosas: declarar “neutralidad de carbono” únicamente a través de la compra de créditos sin planes reales de reducción.

    Sectores como el de alimentos y bebidas, moda, transporte y bienes raíces son especialmente propensos a este tipo de prácticas en México.

    ¿Por qué ocurre?

    Existen varias razones detrás del greenwashing. En primer lugar, la presión del mercado: los consumidores valoran cada vez más los productos responsables, lo que motiva a las empresas a mostrarse sustentables aunque no lo sean del todo. En segundo lugar, la presión financiera: inversionistas y bancos buscan proyectos con criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ESG), lo que lleva a algunas compañías a exagerar avances.

    También influye la falta de regulación clara. Aunque en México existen normas de etiquetado y reglas de publicidad, aún no hay criterios unificados para evaluar afirmaciones ambientales. Finalmente, no hay que olvidar la complejidad técnica: medir huellas de carbono, agua o residuos requiere metodologías especializadas que no todas las empresas dominan.

    Los riesgos del greenwashing

    El greenwashing no es un simple error publicitario; implica consecuencias reales:

    • Pérdida de confianza: cuando el consumidor descubre el engaño, la credibilidad de la marca se erosiona de manera casi irreversible.
    • Problemas legales: la Procuraduría Federal del Consumidor (PROFECO) puede sancionar publicidad engañosa, lo cual expone a las empresas a multas y daños reputacionales.
    • Costos financieros: compañías que no cumplen con estándares internacionales pueden ser excluidas de fondos de inversión sostenibles.
    • Retroceso social y ambiental: las falsas promesas generan la idea de que “ya estamos haciendo suficiente”, cuando en realidad la crisis climática requiere transformaciones profundas.

    ¿Cómo evitarlo?

    Superar el greenwashing implica un compromiso tanto de las empresas como de los consumidores y reguladores. Algunas claves prácticas son:

    1. Claridad en la comunicación: evitar términos absolutos como “cero impacto” y ser precisos. Por ejemplo: “Nuestro empaque contiene 50% de plástico reciclado certificado”.
    2. Evidencia verificable: respaldar afirmaciones con metodologías reconocidas, como el Análisis de Ciclo de Vida (ACV) o certificaciones internacionales.
    3. Reducción antes que compensación: priorizar cambios reales en procesos productivos antes de recurrir a créditos de carbono.
    4. Estándares internacionales: alinear metas con iniciativas como Science Based Targets (SBTi) o Global Reporting Initiative (GRI).
    5. Transparencia con límites: reconocer lo que falta por hacer. Decir “hemos reducido nuestras emisiones en un 30%, pero aún no cubrimos nuestra cadena de proveedores” transmite más confianza que exagerar logros.
    6. Educación al consumidor: usar lenguaje sencillo y ofrecer información útil, como dónde reciclar un producto en México o cómo darle un segundo uso.
    7. Supervisión interna: capacitar a las áreas de marketing y comunicación para que no publiquen mensajes sin verificación técnica.

    El papel de los consumidores

    El consumidor mexicano tiene un rol crucial. Existen señales de alerta para detectar greenwashing:

    • Mensajes con palabras bonitas pero sin números.
    • Imágenes de naturaleza sin datos concretos.
    • Promesas excesivas con letras pequeñas que las contradicen.
    • Empresas que presumen un producto “verde” pero mantienen prácticas contaminantes en el resto de su portafolio.

    Exigir transparencia, preguntar por las certificaciones y apoyar a las empresas que realmente muestran evidencias son formas de contribuir a un mercado más honesto.

    Conclusión

    El greenwashing en México refleja una tensión entre el marketing y la verdadera sostenibilidad. No basta con decir “somos verdes”; se requiere demostrarlo con datos, certificaciones y una visión integral del impacto ambiental.

    Evitarlo no es solo responsabilidad de las empresas: también exige consumidores críticos, autoridades más estrictas y medios de comunicación que investiguen y difundan con rigor. La sostenibilidad auténtica no necesita frases espectaculares, sino coherencia, transparencia y compromiso real.

    Solo así podremos avanzar hacia un país donde las promesas ambientales no se queden en papel, sino que se traduzcan en cambios tangibles para la sociedad y para el planeta.

  • México Digital: El Estado que se Reinventa

    México Digital: El Estado que se Reinventa

    En la última década, la discusión sobre el papel de la tecnología en los gobiernos ha dejado de ser una conversación exclusiva de especialistas para convertirse en una demanda ciudadana. La rapidez de los avances digitales ha transformado la forma en que las personas trabajan, estudian, se comunican y realizan trámites. México no es ajeno a esta tendencia, y en 2024 dio un paso decisivo: la creación de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones (ATDT), una institución concebida para articular, acelerar y garantizar la modernización digital del Estado mexicano.

    Anunciada por la presidenta Claudia Sheinbaum el 24 de junio de 2024 y establecida oficialmente en el Diario Oficial de la Federación el 28 de noviembre de ese mismo año, la ATDT no es solo un nuevo organismo gubernamental. Es, en esencia, un rediseño del andamiaje tecnológico del gobierno federal. Su mandato es ambicioso: unificar la infraestructura digital, garantizar la soberanía tecnológica, simplificar la vida administrativa de la ciudadanía y cerrar las brechas de acceso a internet.

    Una misión con siete pilares

    La misión de la ATDT se sostiene sobre siete grandes ejes, que marcan la hoja de ruta de esta transformación:

    • 1. Digitalizar trámites presenciales para que puedan realizarse en línea, reduciendo traslados y tiempos de espera.
    • 2. Simplificar la carga regulatoria tanto para personas como para empresas.
    • 3. Ahorrar recursos públicos y eliminar espacios de corrupción mediante interoperabilidad entre sistemas.
    • 4. Implementar un número único de atención ciudadana —el 079— operativo las 24 horas del día.
    • 5. Usar inteligencia de datos para mejorar la capacidad de respuesta de las instituciones.
    • 6. Fortalecer la autonomía tecnológica y la ciberseguridad nacional.
    • 7. Garantizar el acceso a internet como un derecho humano.
    • Estos ejes no son simples declaraciones de intención: constituyen la columna vertebral de un modelo de gestión digital que busca ser permanente, más allá de un sexenio.

    Llave MX y la identidad digital

    Entre los proyectos más emblemáticos de la agencia se encuentra Llave MX, una identidad digital única que permite a cualquier persona —física o moral— acceder a servicios públicos sin necesidad de acudir físicamente a oficinas. Este sistema centraliza documentos oficiales en un expediente digital, de forma que el ciudadano no tenga que presentarlos repetidamente ante cada institución.  

    El objetivo es que, para 2030, el 100 % de la población cuente con esta identidad digital y que la totalidad de los trámites federales se encuentren simplificados y, en su mayoría, digitalizados. Esto no solo implica eficiencia administrativa, sino también un cambio cultural: la idea de que el tiempo del ciudadano es tan valioso como el del Estado.

    Soberanía tecnológica y nuevos horizontes

    La ATDT no se limita a ofrecer trámites en línea. Uno de sus retos más estratégicos es la soberanía tecnológica. Para ello, planea una fábrica de software público, el desarrollo de “Nube México” y una política nacional de ciberseguridad.  

    Incluso, la agenda contempla el lanzamiento de un satélite entre 2027 y 2028, así como una posible constelación de observación terrestre. Estos proyectos, más cercanos al imaginario de agencias espaciales que al de un ministerio tradicional, revelan la dimensión de la visión que inspira a la ATDT: la tecnología como herramienta para la independencia y la competitividad internacional.

    Resultados iniciales: menos trámites, menos requisitos

    Apenas un año después de anunciar su estrategia, la ATDT reporta avances tangibles. La cantidad de trámites federales se redujo de 342 a 151, lo que representa un recorte del 56 %. Los requisitos promedio pasaron de seis a cuatro, una disminución del 34 %.  

    Pero más allá de la estadística, lo importante es la naturaleza de los cambios: se eliminaron trámites y documentos que resultaban anacrónicos, como la exigencia de testigos para registrar una defunción, la obligación de presentar pruebas de ADN en ciertos procesos o la necesidad de viajar al lugar de nacimiento para corregir actas.

    La consigna que guía esta simplificación es clara: primero eliminar la fricción burocrática, después digitalizar.

    Un reto de inclusión y confianza

    Sin embargo, la transformación digital del gobierno no es solo un desafío técnico: es también un reto social y político. Digitalizar trámites implica garantizar que todas las personas puedan acceder a ellos, lo que requiere inversión en infraestructura y alfabetización digital, especialmente en comunidades rurales y marginadas.  

    Además, la concentración de datos personales en plataformas estatales ha generado debates sobre privacidad y protección de la información, especialmente después de la desaparición del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI). La ATDT asegura que la seguridad de la información es prioritaria, pero la confianza ciudadana se gana con resultados y transparencia sostenida.

    Un proyecto de Estado, no de sexenio

    La ATDT es, en muchos sentidos, un proyecto de Estado. Su éxito dependerá no solo de la tecnología que implemente, sino de su capacidad para mantenerse como política pública más allá de cambios de administración. El riesgo de que iniciativas de gran calado queden truncas por motivos políticos es real; la oportunidad, en cambio, es que México consolide un modelo de gobierno digital que sirva como referencia en América Latina.

    En la medida en que logre cumplir su promesa de simplificación, accesibilidad y soberanía tecnológica, la ATDT puede convertirse en una de las reformas más significativas de las últimas décadas, transformando no solo el aparato administrativo, sino la relación cotidiana entre el Estado y la ciudadanía.

    En conclusión, la creación de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones es un recordatorio de que el futuro de los gobiernos no está solo en sus políticas, sino en la infraestructura que las hace posibles. Si la tecnología es la herramienta, la voluntad política y la visión de largo plazo son el verdadero motor. México ha dado un paso ambicioso; el reto ahora es mantener el ritmo y no perder de vista que, en la era digital, el cambio no es una meta: es un proceso constante.

  • Resiliencia urbana en la CDMX: resistir no basta

    Resiliencia urbana en la CDMX: resistir no basta

    Introducción

    La Ciudad de México es, sin duda, un territorio de contrastes. Una metrópoli vibrante, creativa y profundamente resiliente, pero también fragmentada, desigual y cada vez más vulnerable ante los efectos del cambio climático, la presión urbana y las crisis sociales. En este escenario, la resiliencia urbana ha emergido como una necesidad urgente, no solo para sobrevivir a los desastres naturales o a las fallas del sistema, sino para imaginar y construir un futuro más justo y sostenible.

    Sin embargo, la pregunta clave sigue siendo: ¿hasta qué punto es realmente resiliente la capital del país? Y más aún: ¿esa resiliencia es equitativa o reproduce las desigualdades que históricamente han marcado su territorio?

    La resiliencia en un contexto de múltiples vulnerabilidades

    Hablar de resiliencia en la Ciudad de México es hablar de una ciudad asentada sobre una zona sísmica, con severos problemas hídricos, hundimientos diferenciales, contaminación ambiental y crecimiento urbano descontrolado. Es también hablar de una ciudad marcada por la desigualdad territorial, donde el acceso a servicios, espacios públicos, movilidad y vivienda de calidad varía drásticamente de una colonia a otra.

    Estas vulnerabilidades no son nuevas, pero se han intensificado con el tiempo y con el modelo de desarrollo que prioriza el beneficio inmobiliario sobre el bienestar colectivo. A pesar de ello, la ciudad ha demostrado una capacidad notable de resistencia y adaptación, particularmente desde la sociedad civil. Las respuestas comunitarias ante los sismos, la pandemia y las crisis de servicios son ejemplos tangibles de una resiliencia construida desde abajo, muchas veces sin apoyo institucional.

    Políticas públicas y avances institucionales

    En los últimos años, la Ciudad de México ha comenzado a integrar el enfoque de resiliencia en sus políticas públicas. Desde la creación de la Secretaría de Gestión Integral de Riesgos y Protección Civil hasta la incorporación a la Red de Ciudades Resilientes impulsada por la Fundación Rockefeller, se han trazado rutas institucionales para enfrentar riesgos y fortalecer la adaptación urbana.

    El Plan de Resiliencia de la CDMX (2016) propuso líneas de acción para enfrentar amenazas sísmicas, crisis de agua, movilidad ineficiente y fragmentación social. También se han implementado estrategias ambientales como los corredores verdes, el fomento a la cosecha de agua de lluvia y la transición hacia energías más limpias.

    No obstante, estos esfuerzos enfrentan importantes limitaciones, especialmente cuando se topan con intereses económicos, con estructuras de gobierno fragmentadas o con la falta de voluntad política para democratizar la planeación urbana.

    Desigualdades territoriales: el gran obstáculo

    Uno de los factores que más debilita la capacidad adaptativa de la CDMX es la desigualdad territorial. Mientras algunas zonas concentran inversión, infraestructura y servicios de alta calidad, otras sobreviven en condiciones precarias, con falta de agua, transporte público deficiente y vivienda insegura.

    Esta fragmentación territorial se traduce en una resiliencia desigual: no todas las personas tienen las mismas posibilidades de enfrentar una crisis, recuperarse de ella o participar en los procesos de reconstrucción. Los impactos del sismo de 2017 lo dejaron claro: los mayores daños y pérdidas humanas se concentraron en zonas populares con construcciones vulnerables y escasa supervisión técnica.

    En este contexto, no se puede hablar de resiliencia sin hablar de justicia espacial. La resiliencia debe dejar de ser entendida como una capacidad técnica o una meta aislada, y ser reconocida como un proceso profundamente político, atravesado por disputas sobre quién tiene derecho a la ciudad y en qué condiciones.

    Sociedad civil y capacidad de transformación

    Pese a los retos estructurales, la sociedad capitalina ha demostrado, una y otra vez, una enorme capacidad para organizarse, resistir y generar soluciones comunitarias. Las redes vecinales, los colectivos ambientales, las iniciativas de agricultura urbana y recuperación del espacio público son expresiones concretas de una resiliencia social que se construye desde el vínculo, la solidaridad y la creatividad cotidiana.

    Estos procesos, sin embargo, requieren ser reconocidos, apoyados y potenciados por las instituciones. No basta con que la gente resista; es necesario que tenga condiciones estructurales para vivir con dignidad y para participar activamente en la toma de decisiones que afectan su entorno.

    Conclusión

    La resiliencia urbana en la Ciudad de México no puede reducirse a protocolos de emergencia o a obras de infraestructura. Requiere repensar el modelo de ciudad, combatir las desigualdades históricas y garantizar una participación real de la ciudadanía en la construcción de soluciones.

    Enfrentar el cambio climático, los desastres naturales y las crisis sociales exige más que aguante: exige transformación. Porque resistir es vital, pero transformar es esencial.

  • El agua que sostiene la ciudad

    El agua que sostiene la ciudad

    Una mirada urgente a la crisis hídrica y al bosque que nos da de beber

    En la Ciudad de México, abrir la llave y que salga agua se ha vuelto casi un privilegio. Para muchas personas, ese gesto cotidiano está lejos de ser garantizado: hay quienes reciben el suministro solo un par de horas al día, otros esperan la pipa como si fuera un salvavidas. Vivir con sed en una ciudad moderna suena a contradicción, pero es una realidad para millones de habitantes.

    Esta no es una historia nueva. La capital se construyó sobre un lago, pero lo fuimos secando, encementando y olvidando. Hoy, esa decisión histórica nos pone frente a una paradoja: tenemos lluvias torrenciales, pero carecemos de agua en casa; contamos con presas, pozos y tuberías, pero el sistema pierde casi la mitad del recurso por fugas, corrupción o mal manejo. El agua está, pero no llega. ¿Cómo rompemos ese ciclo?

    Frente a este escenario, las soluciones aisladas ya no bastan. Necesitamos una mirada integral, que entienda al agua no solo como un recurso técnico, sino como un derecho humano, un bien común y un tejido que conecta territorio, naturaleza y comunidad.

    Desde el gobierno capitalino se han impulsado algunas respuestas en esa dirección: se creó la Secretaría de Gestión Integral del Agua (SEGIAGUA), se promueven tecnologías como captadores de lluvia, se están automatizando redes y se han hecho esfuerzos por atender fugas más rápido. Además, se trabaja en un plan de largo plazo que plantea cómo cuidar el agua pensando en los próximos 20 años, no solo en el siguiente temporal.

    Pero para que estas acciones tengan sentido, necesitamos hablar de un protagonista que pocos conocen y que, sin embargo, es esencial para que tengamos agua: el Bosque de Agua.

    Imagínate un gran pulmón verde que respira por nosotros. Así es el Bosque de Agua: una región que abarca partes de la Ciudad de México, el Estado de México y Morelos, con árboles, manantiales y suelos que funcionan como una esponja natural. Cada vez que llueve, este bosque capta el agua, la filtra y la envía al subsuelo. Gracias a eso, los acuíferos que abastecen a millones de personas pueden recargarse.

    Este bosque nos da alrededor del 70 % del agua que llega a la capital y otras zonas del centro del país. Y sin embargo, lo estamos perdiendo. En solo tres décadas, entre el 30 y el 40 % de su superficie ha desaparecido, devorada por la tala ilegal, los incendios, la urbanización desmedida o el cambio de uso de suelo.

    Mientras las autoridades debaten leyes, en el bosque hay comunidades que resisten, personas que cuidan los árboles, que limpian los manantiales, que siembran futuro. Son defensoras del agua y merecen ser escuchadas, respetadas y apoyadas.

    La crisis del agua no afecta a todas las personas por igual. Hay zonas donde el líquido llega diariamente, mientras otras deben almacenarlo en tambos o comprarlo a sobreprecio. Eso también es una forma de desigualdad. Y si no protegemos los ecosistemas como el Bosque de Agua, esa desigualdad crecerá.

    Por eso, se vuelve urgente proteger legalmente el bosque, reconocerlo como área natural protegida, reforzar su vigilancia y, sobre todo, incluir a las comunidades que lo habitan en la toma de decisiones. La política pública no puede hacerse desde el escritorio: necesita los pies en el territorio y los oídos abiertos a quienes lo viven.

    También necesitamos cambiar la forma en que nos relacionamos con el agua. No es un recurso infinito. No es solo un servicio. Es vida. Y cuidarla es un acto colectivo, no individual.

    La crisis del agua en la Ciudad de México es, también, una oportunidad. Una oportunidad para imaginar una ciudad diferente, más justa, más verde, más consciente. Donde el agua no sea un privilegio, sino un derecho. Donde los bosques no sean leña ni suelo para construir, sino fuentes de vida. Donde cada persona entienda que abrir la llave no es un acto aislado, sino el resultado de una cadena natural y social que empieza en la lluvia y termina en el vaso que bebemos.

    Cuidar el Bosque de Agua, mejorar nuestras redes, cambiar nuestros hábitos y apostar por políticas más humanas no son soluciones mágicas, pero sí son caminos posibles. Y esos caminos empiezan por reconocer algo simple pero poderoso: el agua que llega a nuestra casa viene del corazón del bosque. Y ese corazón late cada vez más débil. Nos toca cuidarlo. Por nosotros. Por los que vienen.

  • No es el clima, somos nosotros

    No es el clima, somos nosotros

    Cuando hablamos del cambio climático, solemos pensar en tormentas, sequías, incendios, olas de calor. Pensamos en la atmósfera, en los polos derritiéndose, en gases invisibles flotando en el aire. Pero rara vez pensamos en las personas. En quienes viven todo eso con el cuerpo. En quienes, sin haber provocado esta crisis, la sufren todos los días como una herida abierta.

    La verdad es que el cambio climático no afecta a todos por igual. Hay personas que pueden adaptarse, mudarse, invertir en paneles solares, comprar agua embotellada. Y hay otras —la mayoría en el sur del mundo, en los márgenes, en la periferia— que no tienen esa opción. Gente que no tiene con qué protegerse del calor, que pierde su cosecha, su casa, su tierra. Gente que se queda, literalmente, sin futuro.

    Lo que duele no es solo el clima. Duele la injusticia.

    Porque si uno observa con atención, se da cuenta de que el cambio climático es solo una parte del problema. Lo que realmente lo agrava es la desigualdad. Las brechas que ya existen entre ricos y pobres, entre mujeres y hombres, entre pueblos originarios y grandes corporaciones, entre el norte y el sur, se hacen más grandes cuando llega la tormenta. Y eso no es casualidad. Es el resultado de siglos de decisiones tomadas desde el poder, sin escuchar a quienes están abajo.

    Hay algo que se llama “interseccionalidad”. Es una palabra compleja, pero dice algo muy simple: que todos tenemos muchas identidades al mismo tiempo, y que eso cambia la forma en que vivimos las crisis. No es lo mismo ser una mujer blanca de clase media en una ciudad, que una mujer indígena en una zona rural. No es lo mismo ser joven que ser mayor. No es lo mismo vivir con una discapacidad, ser migrante o tener papeles. Todo eso importa. Todo eso hace que unos puedan protegerse mejor, y otros no.

    Y cuando hablamos del clima, eso importa todavía más.

    ¿Quién decide dónde se construye una planta solar? ¿Quién se beneficia del dinero de los “bonos verdes”? ¿Quién fue consultado cuando se hizo ese megaproyecto “ecológico” que terminó desplazando a una comunidad entera? A veces, las soluciones que se presentan como verdes, sostenibles, ecológicas… terminan siendo nuevas formas de despojo. Cambia el lenguaje, pero no cambia el fondo: los de siempre ganan, los de siempre pierden.

    Por eso, no basta con hablar de “transición energética” o de “economía baja en carbono”. Si no nos preguntamos quién decide, quién gana y quién pierde, estamos repitiendo los mismos errores. Necesitamos una justicia climática que no solo cuide al planeta, sino también a las personas. Una justicia que entienda que el clima y la desigualdad están entrelazados, que no hay futuro posible si seguimos dejando fuera a los mismos de siempre.

    Hay comunidades que ya lo entienden así. Mujeres que defienden el agua como quien defiende la vida. Jóvenes que levantan la voz desde barrios olvidados. Pueblos que protegen los bosques no por “mitigación”, sino por respeto. Esas luchas no aparecen en los informes de la ONU ni en los titulares de los periódicos, pero son las que están mostrando otro camino. Un camino en el que la justicia no es una palabra bonita, sino una práctica cotidiana.

    Andrea Rigon, un académico que ha trabajado con comunidades en distintas partes del mundo, insiste en esto: que no hay solución climática sin escuchar a quienes más saben, que suelen ser quienes menos han sido escuchados. Que la técnica sirve, pero no basta. Que el cambio tiene que ser también político, social, humano.

    Quizá eso sea lo más difícil de aceptar. Que el problema no está solo en los gases, ni en la atmósfera, ni en la ciencia. El problema está en nosotros. En cómo nos relacionamos con los demás, con la tierra, con la vida. En las prioridades que tenemos como sociedad. En lo que estamos dispuestos a cambiar y en lo que no.

    No se trata de culpas, sino de responsabilidades. De hacernos cargo. De entender que la justicia climática no es solo una meta: es una forma de mirar el mundo, de vivir, de cuidar, de reparar. Porque al final del día, el clima también somos nosotros. Y si no cambiamos nosotros, no va a cambiar nada.

  • Ciudad Circular: El nuevo rostro sustentable de la CDMX

    Ciudad Circular: El nuevo rostro sustentable de la CDMX

    Imagina una ciudad donde los residuos no son basura, sino recursos. Donde las cosas no se desechan a la primera falla, sino que se reparan, se transforman y vuelven a la vida útil. Esa visión —que hasta hace poco sonaba utópica— empieza a hacerse realidad en México, especialmente en la capital, donde la economía circular ha dejado de ser un discurso futurista para convertirse en política pública tangible.

    Pero ¿qué significa realmente hablar de economía circular? En palabras simples, se trata de cambiar la lógica de “usar y tirar” por una mentalidad regenerativa: aprovechar al máximo lo que ya tenemos, diseñar productos que duren más y reducir al mínimo los desechos. Es repensar nuestra forma de producir, consumir y convivir con el planeta.

    Este modelo no solo cuida el medio ambiente. También representa una oportunidad real para fortalecer nuestra economía, generar empleos verdes, reducir la dependencia de materias primas importadas y construir un futuro menos desigual. No es casualidad que cada vez más gobiernos estén abrazando esta visión, y la Ciudad de México ha decidido liderar el camino.

    Un cambio con raíces locales

    En la capital del país, la economía circular ya se está viviendo. Desde hace unos años, el Gobierno de la Ciudad de México y la Secretaría del Medio Ambiente (Sedema) han dado pasos firmes para cambiar el rumbo. Uno de los avances más importantes fue la creación de una ley específica que pone las reglas claras para empresas, industrias y ciudadanos: producir menos residuos, diseñar mejor los productos, y fomentar el reciclaje, la reparación y la reutilización.

    Y no es una ley simbólica. Ya ha comenzado a generar transformaciones visibles: adiós a los plásticos de un solo uso, impulso al reciclaje comunitario, nuevos esquemas para recolectar y aprovechar residuos de construcción, electrónicos y hasta orgánicos. Incluso, hay programas donde los ciudadanos pueden intercambiar residuos por alimentos, plantas o libros. Así, el reciclaje deja de ser una obligación y se convierte en un acto cotidiano con beneficios reales.

    Sedema: mucho más que una secretaría

    La Sedema ha jugado un papel clave. No solo ha diseñado políticas, sino que ha buscado integrar a todos los sectores: empresas, universidades, sociedad civil, cooperativas y ciudadanos de a pie. Se creó una Red de Economía Circular que funciona como una especie de laboratorio colectivo, donde se comparten ideas, se prueban soluciones y se generan alianzas concretas.

    Bajo esta visión, lo que antes era considerado un problema —como los residuos— empieza a verse como una oportunidad de negocio, de innovación y de mejora en la calidad de vida. Por ejemplo, se han fomentado emprendimientos que transforman ropa usada en nuevas prendas, materiales de construcción reciclados en mobiliario urbano, y hasta comida no vendida en ingredientes para compostaje urbano. Todo esto con una mirada social, ecológica y económica al mismo tiempo.

    Los retos todavía son grandes

    Claro, el camino no está libre de obstáculos. La infraestructura para reciclar sigue siendo insuficiente, muchas personas aún no separan sus residuos correctamente y el modelo económico tradicional, basado en el consumo desechable, sigue teniendo fuerza. Además, quienes trabajan informalmente en la recolección y reciclaje muchas veces lo hacen en condiciones precarias y sin reconocimiento.

    Pero el cambio ya está en marcha. Lo vemos cuando los mercados locales eliminan bolsas de plástico, cuando en las colonias se organizan para separar residuos o cuando en las escuelas los niños aprenden a compostar desde pequeños. Lo vemos también en los pequeños negocios que buscan empaques biodegradables o en las personas que deciden reparar en lugar de reemplazar.

    Una ciudad que inspira

    Lo que está sucediendo en la Ciudad de México es más que una serie de políticas públicas: es una transformación cultural. Una ciudad tan grande, tan compleja y tan desigual, está demostrando que sí es posible construir otra forma de convivir con el medio ambiente. Que se puede ser sustentable sin dejar de crecer. Que cuidar el planeta no es un lujo, sino una necesidad compartida.

    Y lo mejor es que este cambio se construye desde lo cotidiano. Desde cómo consumimos, desde lo que tiramos, desde lo que exigimos a nuestras autoridades y empresas. La economía circular, más que una política ambiental, es una nueva forma de entender la vida urbana. Más respetuosa, más solidaria, más responsable.

    Porque al final del día, no se trata solo de reciclar más. Se trata de vivir mejor. Y eso, en una ciudad como la nuestra, ya es mucho decir.