Al asumir la Presidencia de la República en diciembre de 2018, el presidente López Obrador encontró un país prácticamente en ruinas, roído hasta la médula por la corrupción del sistema, saqueado en sus riquezas y ofertado como saldo a los extranjeros, con una violencia generada desde el poder gubernamental como lo demuestra el caso García Luna, con una clase trabajadora recibiendo salarios apenas en el nivel de subsistencia, y un campo olvidado como consecuencia de la política neoliberal que arrasó con lo poco que quedaba de él hasta convertir las milpas que en otros tiempos se veían a lo largo de las carreteras en imágenes nostálgicas.
El andamiaje necesario para presentar al desastre como una normalidad contó con la decidida colaboración de las élites económica, periodística, intelectual, académica y científica, acostumbradas a estirar la mano para recibir la dádiva gubernamental, fuera mediante la condonación de impuestos o el apoyo a sus proyectos personales, meros disfraces del chantaje al que sometían a un gobierno delincuencial para que el reparto del botín presupuestal fuera equitativo. Equitativo para ellos.
Las élites previeron darle una manita de barniz democrático al saqueo para que la comedia representada adquiriera ligeros matices de realidad y perpetraron la idea de conformar institutos “autónomos” y “ciudadanos” a su gusto y conveniencia que les dieran la cobertura necesaria para legalizar el atraco a la nación. Para asegurar el silencio de los probos “ciudadanos” integrantes de estos institutos sólo había que asignarles sueldos y prebendas que jamás conseguirían ellos por su cuenta desempeñando un trabajo honrado. ¡Y a darle, ahora sí! ¡Manos a la obra! ¡El país es nuestro!
Con una labor paciente, incansable, perseverante y tenaz, de todos los días –sin metáfora-, el presidente López Obrador fue evidenciando la enorme farsa a la que estábamos sometidos los ciudadanos. Llamó por su nombre a los corruptos y ellos mismos fueron colocándose en su lugar. Cayeron las máscaras de periodistas que se decían aguerridos, como Carmen Aristegui, y que eran parte del séquito de la oligarquía bajo el eufemismo de la tibieza.
Después de López Obrador, no se podrá hablar de periodismo crítico del poder, sino de “pasquines inmundos”. Se acabaron los intelectuales juiciosos que analizan el pulso del país con la ecuanimidad que les da el conocimiento para dejar a los famélicos que suplican la vuelta de las limosnas a cambio de ensayos y dictámenes favorables a la labor gubernamental. Los mexicanos que dicen estar contra la corrupción, ángeles impolutos traídos al país para vigilarles las manos a los gobernantes quedaron en miserables mentirosos acostumbrados al dinero fácil. Los partidos alguna vez hegemónicos quedaron en organizaciones mafiosas dispuestas a causar daño severo al presupuesto y a los habitantes de sus demarcaciones, como contaminarles el agua, para alcanzar el poder.
Gracias a la 4T se ventiló la vida pública y se hizo cada vez más pública, como acostumbra proponer el presidente López Obrador. El segundo piso de la transformación, que correrá a cargo de la doctora Claudia Sheinbaum, sin duda habrá de beneficiarse de la labor iniciada por el presidente. Cada actor público ocupa hoy el lugar que siempre le había correspondido en el engaño, la mentira y la falsedad.
Y nosotros sabemos quiénes son, dónde se encuentran, cuántas marrullerías están dispuestos a desempeñar, en qué canales de televisión aparecen injuriando a la inteligencia, quiénes son sus implacables patrones y cuánta flexibilidad tienen en el espinazo cuando se agachan para recibir instrucciones y qué difícil les resulta enderezarse para caminar como la gente, cuáles desplegados periodísticos firman, quién paga la tinta de los periódicos donde publican, hasta dónde son capaces de llegar en su abyección, cómo se llaman y a qué están jugando. La lucha por la verdad ya la ganó la 4T. A la doctora Claudia Sheinbaum la esperan retos diferentes.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.
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