Durante este septiembre de 2024 estamos transitando por un periodo muy interesante e inédito. En los anteriores fines de sexenio, el presidente saliente tenía un lapso de hasta seis meses antes de dejar el poder el 1 de diciembre. Muchos factores hacen que todo sea distinto. Regularmente, la figura de quien estaba por dejar el poder se iba diluyendo mediáticamente. Cuando se había votado por la alternancia, es decir; un partido distinto al que había gobernado, el presidente en turno terminaba con una popularidad en números rojos y casi no se hablaba de él. Así fue con Enrique Peña Nieto, de quien muy poco se supo durante el tiempo entre el triunfo electoral de AMLO y su ascenso al poder el 1 de diciembre de 2018.
En esta ocasión, el ascenso de Claudia Sheinbaum al poder, respaldado por una abrumadora cantidad de votos con respecto a la derecha en la elección pasada, genera enorme esperanza, pero no en detrimento o contraste con el obradorato, pues, al mismo tiempo y de manera espontánea, se van suscitando escenas inéditas que se pueden atestiguar a través de redes sociales. Se vuelve cada vez más intenso y palpable el sentimiento de melancolía que genera la partida de AMLO del poder. Hay personas que entre lágrimas no dejan de clamar la palabra gracias, mientras que otras tantas, sabiendo lo imposible de su petición, le gritan «¡no te vayas!». El propio AMLO no para de recorrer el país y recibir de primera mano estas y otras muestras de cariño popular que notoriamente le causan un nudo en la garganta.
Y justamente en estos días, se vive la álgida discusión de la reforma judicial propuesta por el propio López Obrador, respaldada por Claudia Sheinbaum y exigida por los votantes del pasado junio. Aunque los ánimos de quienes se han involucrado de lleno están sumamente caldeados, en general se percibe tranquilidad por parte del grueso de la población que apoya a la cuarta transformación. Esto no se debe, como dicen los políticos y comunicadores de derecha, a que se trate de una masa ignorante que vota a ciegas y de manera inconsciente, lo cual, por cierto, sí es reflejado por su cada vez más reducida base popular; sino que, con plena confianza en la opción que eligieron en las urnas, el pueblo se dispone a llevar a cabo una vida feliz acorde con los tiempos que corren.
Recientemente, el decadente bufón televisivo, ahora devenido en empresario de medios, Eugenio Derbez, publicó en redes sociales una especie de lamento y al mismo tiempo arenga audiovisual; un video en que instaba a las personas a dejar de ver La Casa de los Famosos, el infame reality de Televisa, para voltear a ver la polémica que envuelve a la reforma judicial, nombrada en su momento por el presidente como el Plan C. La incongruencia de Derbez lo descalifica en automático, aparte de considerar a los políticos de derecha como el bando de los buenos. Derbez llegó a ser el rey del rating en Televisa durante la época dorada de la televisión cumpliendo el papel de distractor y disuasor para que el pueblo no se politizara. Que no olvide Derbez cómo utilizó a personas con deficiencias mentales como Sammy Pérez (que en paz descanse) y Miguel Luis para ridiculizarlos y exponerlos al escarnio de esa sociedad desprovista de valores a la que ellos mismos cultivaban.
Derbez habla de un México “dividido y en llamas”. Una vez más, aquella vomitiva caterva a la que llama Agustín Laje “derechita cobarde”, asoma la cabeza para reivindicar ese apelativo. Anteponen el nombre de nuestro país y lo usurpan de manera irresponsable, no se asumen como de derecha porque siguen apostándole a invisibilizar la distinción entre derecha e izquierda bajo la tramposa noción de las “instituciones democráticas” y el discurso “liberal”; todo aquello que durante años les resultó muy efectivo a subcriaturas como Denisse Dresser, Enrique Krauze, Aguilar Camín y otros tantos personajes encumbrados artificialmente por los medios y la academia para legitimar la farsa de régimen que teníamos en México para mantener la corrupción y la desigualdad, al tiempo que se mantenía al imperio contento con la conveniente falacia de la pluralidad y los contrapesos. ¿Y qué creen? Gracias a AMLO, subvertimos todo eso y los dejamos en la ignominia. Me alegro.
Si hay aún asuntos por resolver, se deben mucho más a los arraigados flagelos causados por el régimen de saqueo, impunidad y desigualdad, que a cualquier posible ineficacia o falta de voluntad política del actual gobierno, que volcó sus esfuerzos hacia los estratos más bajos de la sociedad. Así pues, cuando AMLO dice que «el pueblo está feliz, feliz, feliz», es porque recorre el territorio donde no hay solo gente blanca y malencarada que se dice inconforme con este gobierno y que insulta visceralmente a cualquiera que lo apoye.
La afirmación de AMLO, que, sin duda causa enorme ámpula y ha generado diversas réplicas que se regodean en la tragedia y en brotes de protesta para rebatirlo, muy seguramente se sustenta en que cabecita de algodón ha visto escenas que Derbez jamás verá:
Una playa de Zihuatanejo donde un señor, dentro de los souvenirs que vende, ofrece el libro Gracias; un tianguis de Neza, Iztapalapa, Ecatepec o cualquier otro municipio, en que la gente pasea feliz, grupos de jóvenes liban micheladas y músicos callejeros deleitan a la concurrencia con interpretaciones envidiables; una fiesta patronal en las faldas del Iztaccíhuatl, donde todas las casas del pueblo hacen comida especial, con el mole y los tamalitos de frijol como principales protagonistas; el quiosco de un poblado en la huasteca potosina, donde, sin previo aviso, un violinista y dos cantantes, ninguno mayor de 16 años, comienzan a improvisar versos huapangueros, para luego ser parte de una enorme multitud que hace lo mismo y prolonga la fiesta por horas; leñadores de un bosque michoacano que ríen y cuentan chistes picantes con una botella de charanda mientras muere el sol en el horizonte; una familia que se toma una fotos y pide una canción a los músicos de la trajinera contigua en los canales de Xochimilco; dos hermanos migrantes que regresan en su impresionante troca a su pueblo de Oaxaca para abrazar a su madre, quien los recibe con una canasta de pitayas, un plato de cecina, salsa martajada y tortillas calientitas; surfistas en Baja California que dejan sus tablas en la arena para comer unos tacos de marlín alrededor de una fogata en el ocaso; chamulas que se calientan el corazón con una botella de pox con el canto de los saraguatos en la selva; mis sobrinos y yo peleando encarnizadamente por el balón para ganarlo, enfilarnos a la portería y meter un satisfactorio gol en una noche de viernes en medio de la jungla de asfalto; un niño y una niña que le piden a su mamá un penacho y un moño tricolor, respectivamente, así como buscapiés y banderas de México en un puesto que atiende una señora humilde, quien a su vez se ayuda con la pensión del bienestar para el adulto mayor; los juniors regiomontanos que, aunque sus padres empresarios no lo reconozcan, disfrutan con tranquilidad de su carnita asada y cerveza en exclusivo penthouse de Cumbres.
No es el Aleph de Borges, Derbez y señores de la derecha. Es el México feliz, patriótico, fraterno y humano por el que luchamos. Salgan de sus zonas exclusivas, que más bien deberían llamarse zonas de exclusión, y contemplen la felicidad y el amor. Acepten su derrota. Se les cayó el castillo de naipes mediático. Desperdician su dinero al pintar el caos en sus espacios cuando la gente está visitando museos y parques en familia, compartiendo la mesa, estudiando y trabajando con menos preocupaciones que en los sexenios pasados. Ya lo dijo Ramiro Padilla: «Nosotros ganamos; nosotros ponemos la agenda y controlamos el discurso». Y cuando digo nosotros, me refiero al pueblo. Sigue siendo un honor estar con Obrador.
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