Latinoamérica no es patio trasero

El pasado viernes por la mañana trascendió que Donald Trump había firmado una orden ejecutiva que permitía a las fuerzas armadas norteamericanas realizar operaciones contra los narcotraficantes fuera de los Estados Unidos (incluso y principalmente en países latinoamericanos).

La noticia llegó cuando los reporteros aún nos encontrábamos en el Salón Tesorería de Palacio Nacional. Gracias a ello (y al gran acierto del jefe de información de Los Reporteros MX, Mario Toledo, por enviarme la nota) pude tener la oportunidad de gritar una pregunta a la presidenta Claudia Sheinbaum sobre el tema.

En ese momento, la mandataria aseguró que el gobierno de Estados Unidos había informado a México sobre la firma de dicha orden y dejó en claro que no habría una intervención militar en nuestro país.

Cuánta razón tenía la presidenta Claudia. Horas después, y de manera muy casual, el gobierno de Trump emitió una nueva recompensa para capturar a Nicolás Maduro por narcotráfico (presuntamente por sus vínculos con el Cártel de Sinaloa y el Cártel de los Soles).

Esta aseveración es un acto grave, pero no extraño. No es la primera vez que Estados Unidos hace exactamente lo mismo; basta con recordar la época de los 2000 y la invasión a Medio Oriente (lo que empezó como una lucha contra el “terrorismo” en Afganistán se extendió a Irak y culminó con el derrocamiento de Saddam Husein).

Ante esta grave amenaza, el ejército venezolano emitió un mensaje claro: defenderán al presidente Nicolás Maduro, no por la persona en sí, sino porque representa la voluntad popular de millones de venezolanos que votaron libremente por él (aunque la oposición quiera imponer otra narrativa).

Por años, Estados Unidos ha querido dominar el petróleo venezolano. Han utilizado caballos de Troya en políticos entreguistas que, al final de ser usados y sin éxito, terminan vinculados en casos de corrupción. Nombres sobran: Henrique Capriles, María Corina Machado, Edmundo González, Juan Guaidó, Leopoldo López, entre otros.

La estrategia es tan vieja como efectiva: primero, se fabrica la amenaza; luego, se crea un “líder legítimo” a modo, se lo coloca en el escaparate internacional y se alimenta el discurso de la “libertad” mientras se siembra la dependencia (es el mismo libreto que ya hemos visto en Irak, Libia y Siria).

Sin embargo, América Latina no es un tablero fácil de mover. A diferencia de otros escenarios, aquí los pueblos tienen memoria (saben que detrás de cada “misión humanitaria” se esconden intereses corporativos y geopolíticos), además de estar unidos por la historia. Y cuando la soberanía se toca, el nacionalismo despierta, incluso entre quienes discrepan políticamente.

No es casual que mandatarios como Luis Arce de Bolivia, Daniel Ortega de Nicaragua, Gustavo Petro de Colombia y la presidenta de Guatemala, Sandra Torres, hayan expresado públicamente su respaldo a Nicolás Maduro, reconociendo la legitimidad de su gobierno y condenando cualquier intento de intervención extranjera.

Por eso, cada vez que en Washington se redacta una orden ejecutiva con olor a pólvora, deberían recordar que el siglo XXI ya no es el patio trasero que dejaron en sus libros de historia. Las guerras del futuro no siempre se ganan con misiles (a veces se pierden por subestimar la dignidad de un pueblo).

Porque, al final, las intervenciones extranjeras pueden cambiar gobiernos… pero nunca logran gobernar corazones. Y ahí, en ese territorio invisible, es donde se decide si una nación es libre o apenas sobrevive.

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