La sinfonía del lápiz labial corrido: el largo viaje de The Cure hacia la luz (y su regreso a la sombra)

Por Ricardo Sevilla

En junio de 1982, sobre el escenario del Ancienne Belgique en Bruselas, The Cure no era una banda, sino un naufragio. Llevaban el rostro embadurnado de un lápiz labial rojo que, derretido por el sudor y la rabia, simulaba las huellas de una bofetada colectiva.

Era el final de la gira de Pornography, un disco que no buscaba las listas de éxitos, sino las profundidades de un abismo existencial. Aquella noche, entre puñetazos borrachos y un roadie insultando al líder desde el micrófono, Robert Smith decidió que The Cure debía morir. Pero, como ocurre con las mejores tragedias, la muerte fue solo el prólogo de una extraña resurrección.

Veintiún años después, Robert Smith se sentaba en un sofá de Londres con el aire de un “taxista gótico”. Seguía portando ese delineador negro y el toque de carmín, pero su mirada es la de quien ha sobrevivido a sus propios fantasmas. «Pensé que deberíamos estar haciendo sinfonías de Mahler, no música pop», confesó en ese momento, con una honestidad que desarma.

Pero entre aquellas sinfonías imaginarias y el estrellato mundial, hubo un rastro de ceniza, LSD y esculturas de latas de cerveza vacías.

Así eran ellos, dirían una frase cincelada en México.

La historia de The Cure es la de una metamorfosis accidental. Tras el oscurantismo glacial de Faith y la desesperación de Pornography, Smith se refugió en el caos. Influenciado por el ácido y la figura sibilina de Steve Severin (de las Banshees), el músico se perdió en un mundo de dibujos animados y visiones fragmentadas: pájaros cayendo del cielo y moscas aplastadas.

Sin embargo, en un rapto de cinismo o quizás de genialidad desesperada, compuso “Let’s Go To Bed”. «Es basura, un chiste», pensó. Pero el mundo, hambriento de ese pop luminoso y retorcido, lo convirtió en un himno.

La (oscura) estética del desastre

El cambio no fue solo sonoro, sino icónico. De la mano del director Tim PopeThe Cure abandonó el anonimato de las portadas borrosas para sumergirse en una psicodelia infantil y macabra.

El Smith huraño dio paso al ícono de pelo alborotado y ropa ancha, un estilo que miles de adolescentes imitarían en los años venideros. Vimos a la banda metida en un armario cayendo por un acantilado en “Close To Me”, o disfrazada de animales en “The Lovecats”.

Pero detrás de los colores fluorescentes, la oscuridad seguía latiendo:

Andy Anderson, el baterista de piel oscura, sucumbía ante el racismo de la época y a brotes de violencia en hoteles japoneses.

Lol Tolhurst, miembro fundador, se ahogaba en media botella de licor al día, convirtiéndose en una sombra incapaz de encender un sintetizador de ocho mil libras.

El vértice del éxito

La redención llegó en 1985 –hoy ya hace cuarenta años– con The Head On The DoorRobert Smith, agotado físicamente tras crisis nerviosas que le descascaraban la piel, encontró finalmente el equilibrio. Logró que la melancolía de “Sinking” conviviera con el brillo de “Inbetween Days”.

The Cure se convirtió en la banda de rock alternativo más grande del planeta, un refugio para los inadaptados que, por fin, tenían permiso para bailar.

Hoy, la moda vuelve a mirar a Robert Smith. Bandas de metal y de indie rock rastrean en sus guitarras delgadas esa herencia inconfundible. Robert, a sus 43 años, sabe que el equilibrio es frágil. Reconoce que si hubiera mantenido el pulso suicida de 1982, hoy, en 2025, no estaría aquí para contarlo.

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