Semiótica es uno de esos terminajos que aspirantes a intelectuales utilizamos en elevadas mesas de debate en las que muchas veces olvida la vocación didáctica que entraña la formación política. ¿Ya ven? A veces no se puede evitar. En otras palabras, dejamos muchas veces de explicar a qué nos referimos con ciertos conceptos que solemos dar por hecho que todo mundo entiende, sin olvidar que nuestra sociedad prácticamente acaba de nacer a una verdadera politización y a toda la terminología que a veces hace cada vez más falta entre más nos adentramos en el análisis de ciertos fenómenos.
Pues bien, la semiótica es definida como la teoría general de los signos, propuesta en un inicio por Ferdinand de Saussure, el suizo que instituyó en el siglo XIX como ciencia la lingüística, dentro del marco teórico de la antropología. También llamada semiología, fue enriquecida y profundizada durante el siglo XX por autores como Charles Sanders Pierce, Roland Barthes y Umberto Eco. Fernando Buen Abad la define como la ciencia que estudia lo que hay detrás de las apariencias; abarca la historia, los orígenes, las implicaciones de un gesto, un escudo, una bandera, una conducta, etc. Se aboca a analizar todo lo que la cultura ha producido como formas de ser y representar el ser y el espíritu de lo humano. En este orden de ideas, vale la pena hacer un repaso de todo aquello que la derecha utiliza para reivindicar una supuesta bondad y altura moral.
Es interesante de inicio destacar que apenas desde hace unos pocos años se habla con toda soltura sobre una derecha mexicana. Curiosamente se podía calificar como izquierda o derecha a gobiernos o partidos extranjeros en los medios corporativos, pero siempre se tuvo reparo en identificar al PAN como derecha. Todo esto era parte de un código impuesto por el PRI desde sus inicios en los medios, pero sobre todo en la era televisiva. Durante el neoliberalismo se acentuó la idea de que las categorías izquierda y derecha habían sido superadas. Muchos panistas y priistas de la actualidad siguen suscribiendo lo mismo y añaden que ellos están «del lado de México» o que «su partido es México». Esto tiene la implicación del permanente mensaje disuasorio que se difundía entre la población, para convencer a las masas de que todos los políticos son iguales y que por eso no vale la pena involucrarse ni votar.
Por otro lado, y retomando las aseveraciones del párrafo anterior, se manifiesta en esta época como nunca antes, ese rasgo de nacionalismo artificial y exacerbado que muchas veces raya en el ridículo. Fuerza y corazón por México, Va por México, Sí por México, México Libre, Chalecos México, Campamento México. Estos son solo algunos de los nombres de organizaciones de mayor o menor alcance que surgieron a raíz del triunfo de AMLO en 2018. Todas son organizaciones de ultraderecha reaccionaria y con financiamiento de empresarios poderosos que se beneficiaban con el régimen neoliberal y que durante el presente vieron mermados sus privilegios mal habidos. Usurpan el nombre del país y hasta el resto de símbolos patrios con tal de convencer a la población de que ellos ostentan un genuino nacionalismo y tienen bien clara su defensa de la patria, la libertad y el estado de derecho, que son otros de sus conceptos recurrentes.
Si bien el ultra nacionalismo y el chovinismo son una característica de prácticamente todas las derechas del mundo, para el caso latinoamericano se trata de un significante particularmente vacío, ya que, aunque proclamen todo en nombre de México día y noche y tengan frases tan repulsivas como «¡No le mientas a México!» (espetada por Kenia López Rabadán a Tatiana Clouthier en un debate televisivo), el perfil del político de derecha latinoamericano está muy influido por la colonización y resulta sumamente hipócrita cuando se llega el momento de rendir una pleitesía exacerbada al imperio. El clásico «Comes y te vas» de Fox a Fidel Castro, Javier Milei con el «My president!» a Donald Trump, Daniel Noboa con el asalto a la embajada mexicana en Quito o Lilly Téllez pronunciándose a favor de dicho acontecimiento; nos evidencian una diferencia fundamental entre el nacionalismo de la derecha europea o anglosajona y el de la latinoamericana. Mientras que la primera es proteccionista y altamente chovinista, la segunda ostenta por todo lo alto el nombre de su país y se envuelve en la bandera, pero no puede evitar inclinarse ante el imperio a la primera oportunidad, no solo en cuestiones diplomáticas, sino en cuanto a la forma de gobernar, que tiende siempre a entregar los recursos naturales e incluso humanos a las potencias hegemónicas tradicionales, pero a Estados Unidos por delante, porque para ellos representa el modelo a seguir como país y como cultura.
Para el caso de México, el imaginario relacionado con el enaltecimiento de la mexicanidad de esa forma tan artificiosa fue implantado en la psique colectiva por una combinación enferma entre la clase gobernante y una visión paternalista por parte de los productores televisivos, que construyeron un sentimiento nacionalista sumamente banal, basado en la selección nacional de fútbol, las visitas de Juan Pablo II, las celebraciones del día de la independencia, el concurso Miss Universo, Siempre en Domingo y demás producciones en las que resaltaban una somera visión de lo mexicano que dejaba fuera totalmente el legado de los pueblos originarios y ponderaba un ideal de mexicano cosmopolita y consumidor de entretenimiento barato.
La caída paulatina del imperio televisivo ha ido creando una nueva gama de signos; de referentes con significado concreto. La generación anterior a la mía, al menos en la Ciudad de México, tiene muy presente la campaña de publicidad que se desató durante el mundial de México 86, por lo que su sentimiento de nacionalismo está muy relacionado con los comerciales de las cervezas Tecate y Carta Blanca, que se transmitían en horario de audiencias infantiles, sin importar la hiper sexualización de una joven de 17 años a quien llamaron la Chiquiti Bum, y que causó furor como imagen de Tecate. Las generaciones actuales vienen atomizadas, disgregadas, sin consenso y con tendencias muy volátiles. Sin la televisión como agente cohesionante, su sentimiento de nacionalismo está cifrado en memes que reivindican a los mexicanos como ‘mexas’ y afianzan un estereotipo que entra en competencia a la palestra mundial de las redes sociales. Para la derecha es muy difícil interpelar a estos sectores que ya no fueron aleccionados por la corriente audiovisual hegemónica, porque aunque siguen tendencias mayoritarias, éstas son de naturaleza efímera y muchas veces son generadas por la comunidad misma y no necesariamente por un poder. A lo único que aspira la derecha es a insertar el mensaje reaccionario a través de la cultura pop, o sea, de los productos de entretenimiento de la industria cultural que se consumen de manera global. Sin embargo, dicho mensaje está configurado más en función de los valores del imperio, pero no llega a infundir un sentimiento de arraigo hacia nada, por lo que prácticamente atestiguamos la consolidación de generaciones apátridas.
Por otro lado, cuando la derecha habla de defender el estado de derecho, lo cual suena en primera instancia como algo muy positivo; se refiere a la defensa de los privilegios de las oligarquías. Esto se explica de manera muy fácil. La constitución actual y las leyes que de ella emanan, datan de 1917, y en sus inicios fue la plasmación de los ideales revolucionarios. Sin embargo, conforme el régimen se corrompía, fue modificando todo el sistema legal de tal manera que beneficiara primordialmente a las clases privilegiadas, incluso manteniendo convenientemente las lagunas legales para dar margen a la corrupción. Cuando una persona de derecha culpa a la izquierda de ir en contra de las leyes y las instituciones, lo hace consciente de que ha vivido en un régimen fundado en un orden legal inequitativo que le favorece.
El marketing político sigue siendo un servicio del que la derecha hace uso con especial ahínco. Las empresas dedicadas a ello están bastante bien cotizadas. Su función principal es la elaboración de todo un discurso con miras a convencer al electorado. Sin embargo, esta disciplina, que en otros momentos de la historia otorgó excelentes resultados, hoy necesita replantearse su metodología, pues no resulta tan efectiva ante una población cada vez más politizada y para la cual, los elementos de significación con los que es bombardeada, ya no tienen los mismos referentes. En otras palabras, cuando un conservador cualquiera, que cuenta con el privilegio de la exposición en medios, aparece diciendo algo como «Necesitamos salvar a México de la destrucción en la que AMLO lo ha sumido», el grueso de las audiencias soltará una carcajada, algunos otros una grosería y solo un sector muy limitado reaccionará conmovido a la falaz arenga patriótica. La semiótica, como la lengua misma, también cambia de un momento a otro. La derecha mexicana sigue sin encontrarle forma a esa evolución.
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