Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos con la promesa de acabar con la guerra en Ucrania, esto lo hacia no por humanidad ni por los miles de vidas perdidas en las distintas batallas; lo que a el nuevo jefe de Estado le importaba era en realidad los millones de dólares gastados destinados para el armamento y de la nación invadida. Esto se ha hecho explicito en los primeros meses de su presidencia, cuando le ha echado en cara a Volodímir Zelenski las ayudas que recibió del su gobierno antecesor.
Donald Trump hizo que su homologo ucraniano comprometiera recursos de su país a cambio de la continuación de ayudas y suministros, amenazó que, de no hacerse un acuerdo, Estados Unidos dejaría sola a Ucrania. Zelenski, acorralado por la falta de alternativas, accedió a renegociar los términos del apoyo militar, aunque a sabiendas de que eso implicaría ceder en frentes estratégicos cruciales. En paralelo, Trump reactivó el diálogo con Rusia, apelando a un pragmatismo geopolítico que enmascaraba una rendición velada de los intereses ucranianos. Moscú, viendo debilitada la voluntad de resistencia occidental, intensificó sus avances en el este ucraniano.
Mientras tanto, en Medio Oriente, Israel, bajo el nuevo escenario internacional, encontró una vía libre para intensificar sus operaciones militares en Gaza y Cisjordania. La Administración Trump, desinteresada en los derechos humanos o en el equilibrio diplomático, retiró cualquier freno a las acciones del gobierno de Netanyahu. La ONU protestó. Europa se mostró dividida. Pero la Casa Blanca simplemente ignoró las críticas.
La diferencia entre el apoyo hacia Ucrania y el apoyo incondicional hacia Israel pone en evidencia la hipocresía estructural de la política exterior de Estados Unidos bajo Trump. A Ucrania se le exigían concesiones, compromisos financieros y esfuerzos medibles para continuar recibiendo apoyo, mientras que a Israel se le daba carta blanca, sin condiciones, a pesar de que las cifras de fallecimientos palestinos entre los ciudadanos alcanzaban niveles muy altos.
Las imágenes de barrios enteros en Gaza reducidos a escombros eran el contrasentido de las reuniones bilaterales entre Trump y Netanyahu, donde intercambiaban los elogios e incluso llegaban a firmar acuerdos en materia armamentista. Amparados en la “seguridad nacional”, Israel recibía armamento de última generación, municiciones y cobertura diplomática mientras que cualquier crítica interna o del exterior era fácilmente tildada de antisemitismo o de traición a los valores occidentales.
En Washington, las cámaras del Congreso debatían prolongadamente cada paquete de ayuda a Ucrania, pero aprobaban sin titubeos los fondos multimillonarios para Israel. Se hablaba de austeridad con Europa del Este y de generosidad con Medio Oriente, aunque ambas guerras costaban vidas, desplazamientos masivos y profundos traumas colectivos.
La doble moral no era la primera vez que aparecía; de hecho, se hizo mucho más visible. Trump no estaba reformando la política exterior de EEUU; estaba haciendo una política exterior a partir de transacciones en donde lo único que fungía como criterio para sus decisiones era la rentabilidad que se podía obtener con cada jugada.
Ucrania, a la vista de la Casa Blanca, era una mala inversión. Israel, en cambio, continuaba siendo la mejor inversión de la pizarra geopolítica.
En este nuevo orden, las democracias solo valen si son aliadas incondicionales. Las vidas humanas, si no sirven a intereses estratégicos, son simplemente colaterales. Y los derechos, cuando no coinciden con la agenda imperial, se convierten en obstáculos.

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