Todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros. Esta paradoja se hace evidente cuando los políticos de una nación que destina millones de dólares en apoyo al estado de ocupación en Medio Oriente —facilitando la perpetuación de un genocidio— expresan indignación ante el asesinato de Brian Thompson en Nueva York.
En nombre de “la lucha contra el terrorismo”, los políticos de nuestro vecino del norte justifican el suministro de armamento y recursos a Israel, ignorando que esta ayuda resulta en el asesinato de decenas de familias inocentes por cada supuesto terrorista eliminado. Para el imperio y su portaaviones en Medio Oriente, conocido como Israel, la prioridad no es la justicia ni la vida humana, sino eliminar a sus enemigos a cualquier costo, incluso si ese costo implica la muerte de miles de civiles inocentes.
Esta doble moral no es nueva, ni exclusiva de Medio Oriente. En nuestra propia región, la llamada “lucha contra el crimen organizado” fue el pretexto para operaciones como “Rápido y Furioso”, en la que el gobierno de los Estados Unidos permitió el tráfico de miles de armas hacia México, supuestamente para rastrear a los cárteles. El resultado fue el fortalecimiento del armamento de los grupos criminales y la perdida de otras miles de vidas en nuestro país.
Otro ejemplo similar es el caso de las intervenciones en América Latina bajo la bandera de la “lucha contra el comunismo” durante la Guerra Fría. Países como Guatemala, Chile y Nicaragua fueron escenario de operaciones encubiertas lideradas por la CIA, que incluyeron golpes de Estado, financiamiento de paramilitares y apoyo a dictaduras militares. Estas acciones, justificadas en nombre de la seguridad nacional estadounidense, dejaron como saldo miles de desaparecidos, asesinados y desplazados. De nuevo aquí demostrando como para el imperio es mucho más importante que no se propaguen ideas que no son de su agrado a la vida y estabilidad de países enteros.
Así llegamos al 4 de diciembre de 2024, fecha en que un ciudadano norteamericano de ascendencia italiana asesinó al CEO de la empresa de seguros UnitedHealth. Este multimillonario, pieza clave en las políticas corporativas de la compañía, había sido señalado como responsable de negar seguros a personas en situación crítica, priorizando el lucro desmedido sobre la vida y el bienestar de los más vulnerables. Su accionar no solo enriqueció a su corporación, sino que también consolidó su fortuna personal a costa del sufrimiento de miles, lo que convirtió su figura en un símbolo de la avaricia empresarial en un sistema profundamente desigual.
Este asesinato, resalta una vez más la hipocresía de un sistema que premia la explotación y la indiferencia ante el sufrimiento humano. Mientras se honra la riqueza de unos pocos a costa del bienestar colectivo, las consecuencias de sus decisiones son relegadas a un segundo plano. Los poderosos siguen operando bajo un manto de impunidad, utilizando su influencia política y económica para evitar cualquier tipo de rendición de cuentas. La muerte del CEO de UnitedHealth no solo marca el fin de una figura central en el sistema de salud privado, sino también la visibilización de una profunda crisis ética en una sociedad donde el dinero sigue siendo el árbitro principal de lo que es justo o injusto.
El asesinato de Brian Thompson en Nueva York no fue condenado por una parte significativa de la población de los Estados Unidos, que, lejos de sentir horror por el hecho, vio en él una manifestación de la frustración acumulada por las décadas de fallos del sistema de salud del país. Para muchos, Thompson representaba al máximo exponente de un sistema que, en lugar de ofrecer atención y bienestar, ha perpetuado la exclusión y el sufrimiento de millones de personas, negándoles el acceso a tratamientos médicos esenciales por razones económicas. Sin embargo, en círculos políticos y empresariales, el crimen fue condenado con vehemencia, ya que la figura del CEO de UnitedHealth simbolizaba los intereses de las élites corporativas, cuyas decisiones afectan directamente a la economía y estabilidad de grandes empresas.
Este contraste revela una vez más la desconexión entre el sufrimiento de la población general y las élites, que, aunque condenan el acto de violencia, continúan defendiendo un sistema que perpetúa la desigualdad y la injusticia. Mientras los ciudadanos comunes enfrentan las consecuencias de un sistema de salud fallido, los poderosos lamentan la pérdida de una pieza clave en el engranaje de sus negocios, sin reconocer que este tipo de tragedias no son sino una manifestación más de las profundas grietas en un sistema económico y social que sigue beneficiando a unos pocos a costa de las vidas de muchos.
Al final, el asesinato de Thompson es solo una de las muchas manifestaciones de un sistema que, lejos de velar por el bienestar colectivo, sigue priorizando los intereses de unos pocos. Es el ejemplo de cómo unas vidas valen más que otras; esto hace evidente el cómo los mismos que apoyan la muerte de miles se hacen notar indignados cuando el asesinado es un millonario blanco de los Estados Unidos. Este contraste resalta la profunda hipocresía de un sistema que, mientras permite y justifica la violencia y la explotación en nombre de la seguridad y el poder económico, se horroriza cuando la víctima pertenece a la élite. La indignación selectiva revela la desigualdad inherente en una sociedad donde la vida de los poderosos siempre será más valiosa que la de los más desfavorecidos.
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