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GRAVAR LA ESPERANZA: EL CASTIGO DE TRUMP A LAS FAMILIAS MEXICANAS Y EL LLAMADO DE SHEINBAUM ANTES DEL SENADO

mayo 28, 2025
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Las remesas no son un lujo: son el salvavidas económico de millones de familias mexicanas. Gravar su envío desde Estados Unidos no solo es injusto, es cruel.

El Partido Republicano en Estados Unidos, encabezado por el expresidente Donald Trump, ha vuelto a mostrar su rostro más crudo y oportunista: ahora, propone imponer un impuesto del 3.5% a las remesas que los trabajadores migrantes envían a sus familias desde territorio estadounidense. Una medida que no solo es económica, sino profundamente política y moralmente reprobable.

Durante 2023, las remesas que llegaron a México alcanzaron la histórica cifra de 65 mil millones de dólares, lo que representa un ingreso superior incluso al generado por las exportaciones petroleras o el turismo. Estos recursos equivalen al 3.5% del Producto Interno Bruto nacional, pero su impacto es aún más determinante cuando se observa a nivel local. En estados como Chiapas (14.3%), Guerrero (13.6%), Michoacán (11.2%) y Zacatecas (10.6%), las remesas son literalmente la columna vertebral de su economía. En estas regiones, castigadas históricamente por el abandono gubernamental, el dinero que envían los migrantes no es un complemento, es un salvavidas.

La propuesta de gravar las remesas no es nueva. Trump ya había insinuado esta medida durante su primera campaña presidencial en 2016, como una forma de “hacer que México pague el muro”. Hoy, en su intento por regresar a la Casa Blanca, revive la idea bajo el mismo pretexto nacionalista, apelando a los prejuicios más profundos del electorado republicano: la criminalización del migrante, la idea de que México se “aprovecha” de Estados Unidos, y una visión utilitaria de la política exterior.

Lo alarmante es que esta medida —aunque aún necesita pasar por el Senado estadounidense para su aprobación definitiva— ya ha sido retomada como bandera política y amenaza con convertirse en realidad si los republicanos logran la mayoría en noviembre. En ese contexto, la advertencia de la presidenta Claudia Sheinbaum no es menor: “De ser necesario, nos vamos a movilizar”. Y tiene razón. Porque lo que está en juego no es solo dinero: es la dignidad y la vida de millones de personas.

Las remesas no son un lujo. Quien ha tenido que migrar, dejar su tierra, su familia y su idioma para trabajar jornadas extenuantes en otro país, sabe que cada dólar enviado está cargado de sacrificio. Se utiliza para pagar alimentos, colegiaturas, rentas, medicinas, transporte, ropa. Es, en muchos casos, el único ingreso de las familias receptoras.

Por eso, cobrar un impuesto por este acto de amor y responsabilidad familiar es no solo una injusticia, sino una crueldad. Jeanette Leyva, periodista especializada en economía, lo expresó con claridad en su columna para El Financiero: “Hay estados en donde deben encenderse las alertas, pues las remesas alcanzan montos muy elevados con respecto al PIB, y particularmente en aquellos con menores niveles de producto per cápita”. Es decir, los más pobres serán los más afectados.

Además, la medida generaría efectos secundarios que podrían intensificar la desigualdad. Las familias con menos recursos perderán capacidad de consumo, lo que impactará a las economías locales. Podría aumentar el endeudamiento, la deserción escolar, y en muchos casos, el retorno forzado a Estados Unidos por vías irregulares, alimentando redes de tráfico de personas.

Hay también un componente simbólico que no debe pasarse por alto. Este impuesto comunica algo más profundo: que el esfuerzo del migrante no vale. Que trabajar en Estados Unidos no garantiza derechos, ni respeto. Que enviar dinero a tu madre, a tus hijos o a tu comunidad es motivo de castigo fiscal. Es una forma sofisticada de discriminación: no se grava al inversionista extranjero, sino al jornalero que limpia casas, recoge cosechas, cuida ancianos o sirve mesas.

Este tipo de propuestas tienen consecuencias más allá de lo económico. Alimentan discursos de odio, legitiman la xenofobia y polarizan aún más a las sociedades. En lugar de reconocer la aportación de los migrantes —quienes sostuvieron a buena parte de la economía estadounidense durante la pandemia—, se les trata como si fueran un problema que debe contenerse o monetizarse.

Ante este panorama, la respuesta del gobierno mexicano debe ser clara y firme. La presidenta Sheinbaum ha mostrado sensibilidad y determinación al solidarizarse con la comunidad migrante. Pero la defensa no debe quedarse en lo simbólico. Es momento de construir una estrategia binacional que combine la presión diplomática, la movilización social, y el desarrollo de alternativas financieras para proteger a los remitentes y beneficiarios de las remesas.

Una de las herramientas que ya se han mencionado es la Financiera para el Bienestar, que ofrece servicios de envío de dinero con comisiones mínimas. También se deben fomentar esquemas de bancarización en ambos lados de la frontera, uso de cuentas digitales en dólares y pesos, y mecanismos que transparenten y abaraten el proceso de envío.

Además, se debe reforzar el trabajo con las comunidades migrantes, los consulados, y las organizaciones de derechos humanos para hacer frente común. Porque este no es un tema solo de economía: es de justicia social, de reconocimiento histórico y de respeto a los derechos humanos.

Frente a un gobierno extranjero que ve en el migrante un blanco electoral, la movilización no es amenaza, es defensa propia. Como lo hizo en su momento el movimiento Chicano, como lo han hecho los trabajadores agrícolas con sus huelgas, o las organizaciones defensoras de migrantes con sus litigios, ahora es tiempo de unir voces a ambos lados de la frontera. Las calles, las redes, las plazas, las casas de migrantes, pueden convertirse nuevamente en espacios de dignidad y resistencia.

La defensa de las remesas no debe confundirse con un asunto de “intervencionismo” o “asuntos internos”. México tiene todo el derecho de alzar la voz por sus ciudadanos en el exterior, especialmente cuando sus derechos y sus familias están siendo atacadas.

El dinero que llega desde Estados Unidos no es un simple flujo financiero. Es un acto de amor, una expresión de lealtad familiar, un puente emocional entre quien se fue y quien se quedó. Gravarlo, condicionarlo o criminalizarlo es una forma de desprecio institucional que ningún país democrático debería tolerar.

Por eso, decir no al impuesto a las remesas es decir sí a la dignidad humana. Es reconocer que ningún esfuerzo familiar debe convertirse en botín político. Que ninguna transferencia solidaria debe llevar un castigo. Y que ningún migrante debe pagar con intereses su derecho a ayudar.

Hoy más que nunca, es momento de alzar la voz, de apoyar a quienes sostienen a México desde fuera, y de recordarle al mundo que las remesas no son dólares: son abrazos enviados a distancia. Cobrar por ellos es, sencillamente, inaceptable.

  • La columnista, Mariuma Munira Vadillo Bravo, es Maestra en Derechos Humanos y Garantías Individuales. Puedes contactarla en Facebook: MUMA Mariuma Munira, Twitter: @MariumaMunira.
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Tags: columnaMariuma MuniraopiniónRemesas
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