Mucho es lo que se ha escrito sobre la figura de Emiliano Zapata Salazar, reivindicándolo por antonomasia como la figura del revolucionario incorruptible; pero sigue siendo una incógnita para la mayoría de los comentaristas que solo retoman sus frases sin entender la profundidad de su lucha y su pensamiento político.
La clave de su vida como rebelde siempre insurrecto está en la historia de la que proviene; a pesar de tener una posición “acomodada” en su pueblo laborando como arriero, y él mismo, siendo propietario de caballos, la primera educación que recibió provino de maestros y campesinos que habían militado dentro del liberalismo al lado de Benito Juárez. Cuando creció, Emiliano adquirió su formación militar cuando formó parte como conscripto del ejército federal antes de cumplir 30 años. Pero la fuerza de su compromiso político irradió de la cultura profunda de su natal Anenecuilco y las comunidades indígenas y afrodescendientes del Morelos rural donde creció.
Sin constancia de que él mismo haya sido un hablante fluido de la lengua náhuatl que prevalecía en el centro de México, no dudó en aceptar el cargo de calpuleque, lo que no correspondía a la moderna idea de “líder”, que sobresale por encima de sus iguales, sino que corresponde a la concepción de “guardián de casas y de gente”; es decir, un cargo para responder a su pueblo, no una posición de poder, sino un compromiso con la comunidad.
Ya militando dentro de los clubes anti reeleccionistas que promovió en todo el país Francisco I. Madero, con los que buscaron la gubernatura del estado de Morelos; fue dando mayor relevancia a las demandas de los pueblos y comunidades que habían sido despojados aprovechando las leyes de “terrenos baldíos” que prevalecieron durante la dictadura porfirista. Por este motivo, el ofrecimiento del Plan de San Luis para la restitución de las tierras a sus “primitivos propietarios”, fue motivo suficiente para sumarse a la insurrección maderista, y comenzar la revolución en Morelos.
Con la caída del dictador, comenzaron las disputas entre los revolucionarios, pero en el caso de Zapata, nunca se trató de una disputa por posiciones o privilegios; su principal reclamo desde el respeto que le tenía a Madero es que no avanzara en su agenda social, pensando que solo la democracia bastaba para trasformar a México. Esta idea, y no querer abolir las estructuras porfiristas que heredó, fueron los errores políticos que condenaron a Madero; al mismo tiempo, que Zapata, se mantenía fiel a su compromiso con su pueblo.
El Plan de Ayala, que le ayudó a redactar el profesor Otilio Montaño, fue la síntesis de su pensamiento y el manifiesto político que siempre le dio coherencia a la lucha armada que emprendió contra Díaz, y continuó contra Madero, contra Huerta y contra Carranza. Los principios que siempre siguió, no fueron posturas histriónicas o discursos huecos que sirvieran para ocultar intereses personales o de grupos; dentro de los bandos revolucionarios siempre se inclinó por las opciones que se asumieran como representantes de las necesidades populares y justicieras de las afrentas recibidas, como lo fue el villismo.
La convicción que siempre tuvo Zapata, era un sentir colectivo del que él solo se hizo portavoz, pudiendo negociar o recibir prebendas, él supo mantenerse fiel a los principios que juró cuando enterró los títulos primordiales de las tierras comunales de Ananecuilco: defender las tierras de los campesinos y la felicidad del pueblo mal llamado ignorante. Si adquirió relevancia y fue admirado como general, fue por esa coherencia, una lección que nunca deja de tener relevancia para las luchas del presente.
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