A las 7:19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, México se estremeció con una fuerza descomunal. El reloj marcaba apenas el inicio de la jornada laboral cuando un sismo de magnitud 8.1, con epicentro en el Océano Pacífico frente a Lázaro Cárdenas, Michoacán, cimbró la capital y buena parte del país durante dos eternos minutos. Dos minutos bastaron para cambiarlo todo.
El centro de la Ciudad de México quedó reducido a polvo. Hospitales colapsados, edificios de oficinas partidos en dos, viviendas convertidas en montones de concreto. La cifra oficial de defunciones fue de 3 mil 192, pero las voces de las calles hablaban de 10 mil o hasta 20 mil fallecidos, una herida que aún hoy no cicatriza del todo. La Cruz Roja Mexicana reconoció que el número de víctimas superó con creces las cifras oficiales.

En medio de la devastación, la ausencia del Estado fue dolorosa. El presidente Miguel de la Madrid tardó tres días en dirigirse a la nación y su primer recorrido por las zonas afectadas ocurrió casi nueve horas después del desastre. La indignación popular marcó una ruptura entre la sociedad y el gobierno. Meses más tarde, durante la inauguración del Mundial de 1986, el mandatario fue recibido con abucheos.
Pero en ese vacío surgió la solidaridad ciudadana. Fueron los vecinos, los estudiantes, los trabajadores, quienes formaron brigadas de rescate improvisadas, quienes se lanzaron con palas y manos desnudas a remover los escombros. Ese espíritu de unidad fue la semilla de algo más grande: México entendió que debía aprender a sobrevivir al poder de la tierra.

De aquella tragedia nació la Protección Civil como eje rector de la prevención y respuesta a emergencias. Dos años después, se publicó el Nuevo Reglamento de Construcción, que endureció las normas para autorizar edificaciones, supervisar materiales y garantizar estructuras resistentes. La práctica de levantar edificios de concreto armado sin supervisión quedó atrás; ahora, torres como la Reforma Latino se erigen con vigas de acero y bloques reforzados.
Los estudios geofísicos también dieron claridad: la Ciudad de México está edificada sobre tres tipos de suelo —lomas rocosas, zonas de transición y antiguos lechos de lago como los de Texcoco, Xochimilco o Tláhuac—, y cada uno responde distinto a un movimiento telúrico. Ese conocimiento, antes ignorado, es hoy un pilar en la planeación urbana.

El recuerdo volvió a estremecer al país el 19 de septiembre de 2017, cuando otro sismo, esta vez de 7.1 grados, golpeó la capital. La diferencia estuvo en que los protocolos de evacuación, los simulacros y las normas de construcción implementadas tras 1985 evitaron una tragedia aún mayor. México había aprendido.

En este proceso también destacan figuras políticas que, desde distintas trincheras, han marcado el rumbo. Andrés Manuel López Obrador, entonces dirigente opositor y más tarde presidente, impulsó la crítica al abandono oficial de 1985 y defendió la organización comunitaria como motor de resiliencia. Ya en el poder, reforzó la visión de que la prevención debía ser parte esencial de la seguridad nacional. Por su parte, la actual Presidenta Claudia Sheinbaum, científica formada en estudios de energía y medio ambiente, ha colocado la gestión de riesgos y la preparación ante desastres como prioridad en la agenda pública, consolidando a la protección civil como política de Estado.

Hoy, a 40 años de aquel amanecer oscuro, el país recuerda a sus muertos, pero también celebra la vida de quienes resistieron y ayudaron. La lección permanece: los sismos no se pueden predecir, pero sí podemos prepararnos, organizarnos y actuar juntos. Porque México, como en 1985, sabe que aunque la tierra tiemble, la solidaridad no se derrumba.
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