El clasismo es una forma de discriminación basada en la pertenencia o percepción de una clase social específica, la cual implica prejuicios, estereotipos y acciones que favorecen a ciertos grupos sociales. Es algo que todos hemos ejercido alguna vez, incluso sin darnos cuenta.
Este chip es algo que se acentuó durante el proceso neoliberal y que, como tal, hemos arraigado tan profundamente que, de manera inconsciente, lo reproducimos sin detenernos a reflexionar sobre ello. Se trata de un mecanismo social que atraviesa nuestras decisiones, juicios y comentarios cotidianos, consolidando la desigualdad y normalizando la exclusión.
Con la llegada de la Cuarta Transformación (4T), el humanismo mexicano y el proceso de cambio que nuestro país ha llevado en lo económico y cultural, estas estructuras mentales chocan con los nuevos paradigmas. El clasismo, como forma de control y división social, se enfrenta a la propuesta de una visión más igualitaria, donde se busca derribar barreras históricas que han mantenido a ciertos sectores marginados.
Un ejemplo claro es el turismo como derecho social. La idea de que todas las personas puedan acceder a experiencias culturales y recreativas, sin importar su condición económica, golpea directamente en lo más profundo de nuestro pensamiento capitalista. Sin embargo, en lugares como la Ciudad de México, esta visión comienza a abrirse paso, desafiando las nociones de privilegio exclusivista que durante décadas dominaron la narrativa pública.
Bajo esta nueva perspectiva, eventos culturales masivos han suscitado fuertes críticas, evidenciando el clasismo arraigado en nuestra sociedad. Por ejemplo, la reciente contratación de Polymarchs, un reconocido colectivo de música electrónica popular, para la clausura del año en el Ángel de la Independencia. Más allá del costo —12 millones de pesos—, el debate se centra en el estigma que rodea a un “sonidero” como representante de la cultura nacional, obviando su trayectoria y alcance internacional.
En contraste, no habría cuestionamientos si el Gobierno hubiera contratado a figuras hegemónicas de la industria cultural tradicional, como lucero, a un costo incluso mayor. El problema no es el talento ni la capacidad de convocatoria, sino el lugar desde donde se observa: un lente clasista que valora más lo asociado a élites que a expresiones populares. Polymarchs representa un sector históricamente excluido del reconocimiento oficial, y su elección incomoda porque desafía las jerarquías sociales que hemos naturalizado.
El clasismo no es una simple preferencia estética o artística; es un acto político. Cada comentario que descalifica lo popular refuerza estructuras de poder que perpetúan desigualdades. La crítica a la música, la danza o la moda de sectores populares no solo revela un prejuicio, sino un profundo desconocimiento de la riqueza cultural que emana de esos espacios.
Si aspiramos a una sociedad más justa, es imprescindible revisar las ideas que reproducimos. Cuestionar el clasismo es más que un ejercicio intelectual: es una tarea ética. Reconocer y valorar las expresiones culturales diversas no solo enriquece nuestro panorama, sino que construye puentes en lugar de muros.
El clasismo se combate aceptando que todos formamos parte de un mosaico único y complejo. La cultura no debe ser vista desde el privilegio, sino desde su capacidad para unirnos, celebrando lo que somos en nuestra diversidad. Si dejamos de lado las etiquetas impuestas por la desigualdad, descubriremos que lo popular no solo es digno, sino esencial para entendernos como nación. El futuro de México no se construirá desde las cimas elitistas, sino desde el reconocimiento de nuestras raíces compartidas.
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