Día de muertos: el corazón de par en par abierto

Por Ricardo Sevilla

“Si coloco la fotografía de mi hija María Elena en la ofrenda, siento que ella todavía está aquí, que me acompaña, que me viene a visitar y que no ha olvidado lo mucho que la extrañamos en la casa”, confiesa con la voz estrangulada por la emoción y la nostalgia doña Patricia Ortiz.

Pero María Elena no es una voz aislada. En realidad, es el eco de millones de hombres y mujeres que, con el corazón de par en par abierto, tratan de honrar a sus difuntos (y la ausencia que les comporta) a través de la geografía sagrada del altar.

Y es que la ofrenda mexicana, ese arco iris de colores y sabores, no es un simple adorno culinario en la tradición nacional; es un mapa estelar que guía a las almas.

Foto: Getty Images

Pero hay algo más: es el resultado de un largo peregrinaje histórico y cultural que ha cruzado centurias hasta llegar al punto en el que lo vemos –y disfrutamos– hoy.

Le platico un poco: aunque las raíces de la visión mesoamericana sobre la muerte son profundas y poderosas, lo cierto es que las fechas que hoy conocemos, el 1 y 2 de noviembre, realmente llegaron con el incienso y la espada de la conquista española.

Vayamos a fondo: desde la Europa medieval, la Iglesia Católica instituyó el 1 de noviembrecomo el Día de Todos los Santos, una fiesta que intentaba abrazar en un solo homenaje a los beatos, canonizados y, sobre todo, a los mártires anónimos, para que ninguna alma bienaventurada quedara sin su merecido tributo.

El 2 de noviembre, por su parte, fue consagrada a los Fieles Difuntos, una jornada de súplicas por aquellos que reposaban sin haber alcanzado aún la vida eterna, las almas que permanecían en el Purgatorio, apegadas todavía al lastre de la vida material.

Pero la riqueza –y la genialidad cultural de México– no consistió en desechar lo nuevo o lo viejo, sino en entrelazar ambas hebras.

¿Y sabe por qué? Porque las fiestas católicas, que convenientemente coincidían con el final de la cosecha del maíz (entre septiembre y noviembre, de acuerdo con las antiguas celebraciones mexicas), se fundieron con la esencia ancestral: convivir y compartir el fruto de la tierra con los ausentes que han de regresar.

Foto: Getty Images

Un dato duro al calce: en 2008, la UNESCO declaró a la “Festividad indígena dedicada a los Muertos en México” como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Este sello impulsó su valor turístico y simbólico global.

Ahora bien, en cada uno de estos días, el 1 y el 2 de noviembre, el altar –la ofrenda– se convierte en un portal de frutas, platillos y nostalgias.

Y ahí, con mucho amor y algo más de melancolía, se colocan los elementos que evidencian esta rica mixtura de creencias y, sobre todo, el amor que cada familia imprime en su arreglo: el agua para el viajero sediento, la sal para purificar su tránsito, el pan de muerto con su “hueso” circular, la fotografía que rompe la bruma del tiempo, y las flores de cempasúchil, cuyo color de sol y aroma intenso trazan un camino efímero, un puente dorado que une el mundo de los vivos con el reino de la memoria.

Foto: Tasting History

Bien visto, el pan de muerto no solo es un alimento, es un osario dulce, una dulce burla ritual a la fragilidad humana.

De una u otra manera, la ofrenda es la arquitectura simbólica –que no se ha estudiado suficiente en las aparatosas cátedras académicas– donde los mexicanos intentamos neutralizar (y paliar) la angustia existencial de la muerte.

Y doña Patricia Ortiz lo sabe bien. La foto de María Elena, su hija, no está en el altar por dogma ni por recuento genealógico, sino por la profunda convicción del corazón de que el amor acaso sea el único visado para cruzar la frontera final.

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