Categoría: Germán Castro

  • That’s all, folks!

    That’s all, folks!

    Transitamos tiempos malos para la confianza. Las verdades absolutas escasean en nuestros días. Incluso la que hasta hace poco se consideraba la incuestionable proveedora de certezas, la ciencia, ha perdido crédito. Para no ir más lejos, desde hace poco más de dos años, la soberbia fe en los llamados datos duros se desmoronó: un bichito microscópico zamarreó nuestra arrogancia tecnológica y desenmascaró la ridícula altanería de la datamancia y otras supersticiones modernas, para dejarnos sorpresivamente encuerados frente a la incertidumbre…

    In deed, hoy día casi todos estamos de acuerdo en que lo más seguro es que quién sabe. Con todo, quedan algunas sentencias respetables, una que otra verdad que la enorme mayoría de la gente asume como axiomática y no pone en duda…, al menos de entrada. Una de esas máximas es la que a rajatabla establece que nada es eterno. Dejando aparte a los afortunados mortales que ahora mismo se encuentren sufriendo un episodio de enamoramiento, y haciendo a Dios a un lado —si algo así se puede hacer con un ser Omnipresente—, creo que no conozco a nadie que discuta el aserto: nada es eterno.

    No obstante, hay ciertos casos ante los cuales tal certidumbre se tambalea. En concreto, estoy pensando en dos —que quizá, en última instancia, resulten ser el mismo—: la permanencia del capitalismo y de la hegemonía mundial de Estados Unidos. Me explico. Aunque tal vez hoy nadie se anime a defender la idea de que el capitalismo y el control del mundo por parte de los gringos sean perpetuos —como hace treinta años sostenía muy seriamente el señor Fancis Fukuyama (The end of history and the last man, 1992)—, a la hora que uno se atreve a decir que ahora sí el imperio del Tío Sam está en las últimas, ya no digamos que el capitalismo está terminando de terminarse, la respuesta generalizada es de franca incredulidad: No, no creo. Ni tú ni no veremos eso. Llevo un montón de años escuchando lo mismo, y ahí siguen y seguirán… ¿Será?

    Hace apenas unos momentos leí lo que acaba de declarar el presidente de la Federación Rusa, Vladímir Vladímirovich Putin: “Los intentos de Occidente de crear un mundo unipolar han adoptado una forma repugnante”. El dicho, nada diplomático, importa por el contexto. Primero, Putin lo suelta en un momento de abierta confrontación con Washington, confrontación incluso bélica por intermediación de Ucrania y la OTAN. Segundo, Putin censura a Estados Unidos y a sus aliados —¿qué otra cosa es “Occidente” si no?— frente a su homólogo chino, Xi Jinping, en el marco de la cumbre de jefes de Estado de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), la cual está celebrándose en Samarcanda, la segunda ciudad más poblada de la República de Uzbekistán. ¿Y quiénes están ahí reunidos? Bueno, los jefes de Estado de los ocho países que integran dicha organización intergubernamental: China, India, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Pakistán, Tayikistán y Uzbekistán. Y dicho así quizá no sea fácil justipreciar la proporción de la humanidad que se encuentra allí representada. Para comparar en corto, recordemos que el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, el famoso T-MEC, integra un mercado de 493 millones de personas.…

    Bueno, tan sólo China ha sacado de la pobreza extrema en los últimos años a 800 millones de sus ciudadanos, y tiene tres veces más habitantes: 1,451 millones. La población total de los ocho Estados miembro de la OCS —de la que forman parte los dos países más poblados del orbe— asciende a 3.3 mil millones de seres humanos, es decir, 42% de la población total del planeta. Y si además consideramos a los otros seis países que participan en calidad de “asociados al diálogo” —Armenia, Azerbaiyán, Camboya, Nepal, Sri Lanka y Turquía—, deberíamos sumar otros 165 millones de hombres y mujeres —más o menos la misma cantidad de gente que la que habitamos México, Guatemala, Honduras y El Salvador, en conjunto—. Y podríamos anexar otro ingrediente: tanto Rusia como China e India forman parte de otra organización de cooperación internacional que trata de actuar al margen del dominio norteamericano, los Brics, en el que participan también Brasil y Sudáfrica, esto es, 272 millones de personas más, un monto que Canadá y México, principales socios de Estados Unidos, no alcanzamos juntos. Así que, si consideramos la OCS y los Brics, llegamos a 3,568 millones de seres humanos, el 45% de los sapiens.

    Como he argumentado ya aquí, con el componente demográfico deberíamos considerar también otros recursos como el territorio, los energéticos, el agua, la población en edad de trabajar, la capacidad de organización social, los niveles de acuerdo sociopolítico… En fin, yo no apostaría mucho a la perennidad de lo que pomposamente todavía llamamos el orden mundial actual.

  • Bufadores y bufones

    Bufadores y bufones

    Yo no sé por qué razón,
    de mi tragedia, bufón,
    te ríes… Mas tú eres vivo
    por tu danzar sin motivo.

    Antonio Machado, Mi bufón.

    Es casi imposible que no te hayas dado cuenta del chocante fenómeno: desde la campaña electoral de 2018 y de manera acelerada a partir del triunfo de Andrés Manuel López Obrador en los comicios de julio de aquel mismo año, en este país hemos sido testigos de una tendencia imparable en el conservadurismo mexicano contemporáneo: cada vez más bufones actúan de críticos serios y los que solían actuar de críticos serios se abufonan cada vez más.

    En cuanto al primer bloque, el de los bufones que cada vez más actúan de críticos serios, no me refiero a cualquier tipo de bufón, sino específicamente a los que cobran por hacer reír al público, es decir, hablo de los bufones profesionales. El ejemplo paradigmático sería Brozo, el payaso que día a día se hace más tenebroso y menos gracioso. Y aunque no se pinten la cara ni se pongan una nariz roja de pelota, podemos echar en el mismo costal a una caterva de comediantes, desde Eugenio Derbez, a quien le pegó un ecologismo abrupto hace poco, hasta los señores José Manuel Torres Morales, y Eduardo Ramírez Velázquez, mejor conocidos como Chumel Torres y Lalo España o doña Francisca, respectivamente.

    Ellos y otros extraídos de la misma cantera de la farándula —podemos incluir, claro, a gente como la histrionisa Laura Guadalupe Zapata, el rockero Alex Lora y su hija Celia, el actor Héctor Suárez Gomís, etcétera— ahora actúan, y cada vez más, como críticos serios, e incluso hay los que se animan a hacerse pasar como voces calificadas en los más variados temas de la cosa pública. Ojo, uso el verbo actuar en el sentido de interpretar un papel en una obra teatral, de ofrecer un espectáculo ante el público: actuar de actores, pues, o de hipócritas, como se llamaban en el teatro griego antiguo.

    En contraparte, cuando miento aquí a personas que solían desempeñarse como críticos serios, me refiero en principio al copioso fárrago de opinócratas y comentaristas, y en general a la muchedumbre de personajes que los medios pomposamente nos presentan como “analistas”, “académicos”, “expertos”, “especialistas”…  Me parece que el caso paradigmático lo encontramos hoy en la señora Denise Eugenia Dresser Guerra, doctora en Ciencias Políticas, profesora en el ITAM y activísima oponente en un montón de pantallas y micrófonos a todo cuanto diga o no diga, haga o no haga, el presidente de la República.

    A punta de retorcidas argucias, memes bobos, coreografías chuscas e incluso recientemente de gesticulaciones que pretenden ser jocosas, la otrora circunspecta politóloga lleva ya mucho trecho avanzado en el camino del abufonamiento. Se apayasó. Y el de Dresser Guerra no es un caso aislado, sino una propensión generalizada en la derecha, en la reacción mexicana. Podríamos citar ejemplos de respetables profesores de instituciones de educación superior que han optado por dejar la escritura de ensayos pulcros y dedicarse mejor al posteo de fotomontajes fraudulentos y al retuiteo compulsivo de bulos —y sí, ahora mismo estoy pensando en José Antonio Crespo—.

    Podríamos también traer a cuento a editorialistas y columnistas que no hace mucho podíamos considerar sujetos entendidos y en algunos casos incluso bien informados, que hoy ya sólo publican faramallas y farfollas hilvanadas —no siempre bien— a partir de supuestos trascendidos que, usualmente, a la siguiente mañanera quedan evidenciados como embustes. Ni qué decir de un buen recaudo de afamados intelectuales que tiene ya mucho tiempo que nomás no sale del denuesto tipo pastelazo, el insulto soez y de la chacota como técnica más acabada de argumentación.

    El asalto de la bufonería al debate de los asuntos públicos no es cosa nueva —el nombre de la columna de Carlos Marín en Milenio es una confesión: “El asalto a la razón”—, ni en México ni en el mundo. En Estados Unidos llegó un momento en que la crítica a Trump prácticamente se redujo enteramente al chiste, muy graciosos, por cierto. Durante el sexenio de Calderón, pero marcadamente a lo largo del de Enrique Peña Nieto, la burla sustituyó al juicio. Cuando AMLO señaló que habían hecho de Peña “el payaso de las cachetadas” no exageraba. Integrada casi en su totalidad por bufadores y bufones, opositores que propagan su tirria y difícilmente pasan de la cuchufleta y la chabacanería, en la actualidad la reacción se convertido a sí misma en eso, en el payaso de las cachetadas. Así que, conforme pasan los días, uno se siente obligado a preguntarse cada vez con mayor frecuencia si no será que el conservadurismo escoge a sus voceros con el explícito afán de quedar en ridículo. Y no lo digo de broma.

  • ¿Qué es mexicanos? 

    ¿Qué es mexicanos? 

    Que “somos un país de güevones”. Eso fue lo que sin embarazo alguno sostuvo la histrionisa Laura Zapata, una de las ideólogas más representativas de la reacción mexicana contemporánea. Y luego la sexagenaria señora —de nacionalidad mexicana y oriunda de la ciudad capital del país— se explayó un poquito para dejar claro que con dicho adjetivo peyorativo quiso decir justamente lo que significa la palabra según el diccionario del español en México de El Colmex: “que es flojo; haragán”. 

    Y aunque no mentó los adjetivos, describió dos conductas censurables más: mantenido —“persona que vive indebidamente a expensas de otra”—, concretamente mantenido del gobierno, y conformista —“que se conforma con lo establecido o con lo que le ofrezcan”—. En suma, según la actriz, hija por cierto de un señor que alguna vez portó el título de Míster México, el nuestro es un país de güevones, mantenidos y conformistas. Si consideramos que la enorme mayoría de habitantes de México son nativos —el Censo de Población 2020 sólo contabilizó aquí a 414,986 personas nacidas en otro país, es decir, el 0.3% del total de habitantes—, afirmar que México es un país de güevones, mantenidos y conformistas es una forma de decirnos así de feo a las mexicanas y a los mexicanos.

    Más forrado de palabras, Guillermo Sheridan Prieto, tan defeño como la señora Laura Guadalupe y también impulsado por la tirria que le tiene al presidente de la República, publicó hace unos días en Letras libres: “El mexicano es por lo general ignorante, violento, tonto, fanático, corrupto, ladrón, sexista, caprichoso, temperamental, alcohólico, arbitrario, golpea a sus hijos y a las mujeres…” Nótese pues que Sheridan Prieto sólo se refiere a los varones del país y no a las damas. Sigue el académico: “…idolatra el ruido, tira basura, nunca ha respetado el derecho ajeno, se pasa los altos, evade impuestos, compra y vende piratería, zarandea a los peatones, no duda a la hora de hacer transas, desprecia a la ley, no sabe aritmética elemental ni tirar penaltis”. Sirva el rosario de injurias para hacer notar que ni siquiera alguien que desprecia tanto a la mayoría de sus connacionales como Sheridan está de acuerdo con el diagnóstico de la actriz Zapata. El escritor es profuso en su denuesto y jamás tilda a los mexicanos —ya quedamos que a las mexicanas no las trata— de güevones. 

    No es difícil probar que Laura Zapata insultó a su propia paisanada —y a sí misma— profiriendo una mentira. Ya se ha hecho y con datos duros: México es el país de la OCDE en el que más tiempo se dedica a trabajar. El mexicano promedio dedica un poco más de 2,124 horas al año al trabajo, las cuales equivalen a más de 41 horas por semana. El estadounidense y el alemán trabajan sólo 34 y 26 horas por semana, respectivamente. JLG, mi amigo el Decimonero Cuinn, lo canta mejor:

    Ya dijo Laura Zapata
    que somos unos huevones
    sin aportar más razones
    que su clasismo delata.
    La OCDE muestra en la data
    de su gráfica y matriz,
    que México es el país
    en donde más se labora;
    ignorante y vil de angora
    y, además, pésima actriz.

    Ahora, ¿quiénes son esos mexicanos a quienes injurian Zapata y Sheridan? Para dar respuesta a esta pregunta que parece boba y no lo es, primero hay que plantearse otra: ¿qué es mexicanos?

    En principio, mexicanos es el plural de un gentilicio, un adjetivo o sustantivo que denota relación con un lugar geográfico, en este caso México. Hoy México es el país oficialmente llamado Estados Unidos Mexicanos. Pero mexicanos hubo antes que México, que apenas está por cumplir 201 años. Antes de que existiera el país, antes de la Independencia, ya la Real Academia de la Lengua incorporaba el vocablo en su diccionario (4ª edición, 1803). Y esa no fue su primera aparición en un diccionario de nuestro idioma: la encontramos en el Vocabularium Hispanicum Latinum et Anglicum copiossisimum de 1617.

    Entonces mexicano no podía referirse al ciudadano de México, en cambio sí al natural de estas tierras, particularmente a la gente de la ciudad que a la postre sería la capital del país y entonces era el corazón de la Nueva España. Varios años antes se usó mexicanos en letra impresa, y no por cualquiera, nada menos que por Montaigne, quien en uno de sus Ensayos —“De la experiencia”— informa: “Es la lección primera que los mexicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: ‘Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla’.” Esto fue escrito en 1591, así que Montaigne no se refería a los ciudadanos de México, el cual no existiría sino 230 años después. Tampoco podía aludir al pueblo que se formó a partir del mestizaje. ¿Entonces? Seguramente estaba pensando en la población nativa de las tierras conquistadas por Cortés, en los pueblos originarios.

    Al igual que Montaigne, desde los primeros hispanoparlantes de la Nueva España —españoles, criollos, mestizos e indios también— hablar de “los mexicanos” era referirse a los indígenas, de entrada a los mexicas y por extensión a todas las demás etnias. Me temo que Zapata y Sheridan Prieto así piensan, y por eso apuesto a que ni por un momento sienten que se estén insultando a sí mismos: ellos no son de aquí, como la bola, como la mayoría, como toda esa gentuza que actualmente apoyamos al gobierno democrático.

  • Tamaños y nada

    Tamaños y nada

    1

    Como suele escribir, a fuetazos, el filósofo Byung-Chul Han (Seúl, 1959), afirma en su libro No-cosas: Quiebras del mundo de hoy: “La cultura tiene su origen en la comunidad. Transmite valores simbólicos que fundan una comunidad. Cuanto más se convierte la cultura en mercancía, tanto más se aleja de su origen.” La mercantilización —convertir en mercantil algo que no lo es de suyo—ha tocado hoy prácticamente todo, no solamente a las cosas, también a las personas y cada vez más abarca a las experiencias.

    Rodeado de una curiosa fauna de hípsters en situación de evidente escasez financiera, pseudo jipis, clasemedieros con preocupaciones impostadas, estridentes neo-ambientalistas exiguamente documentados, entrepreneurs paletos y comerciantes de ocasión, performanceros apolillados por el encierro, fervorosos promotores de bebidas artesanales y marchantes de antojitos y “comida sustentable”, artesanos en desventaja mercadológica en medio de un público chilango ávido de nuevas experiencias culinarias, artísticas y en general de consumo, pero sobre todo hambriento y sediento, me encontraba yo en la Roma, en la colonia Roma Sur de la CDMX, más precisamente en Jalapa, en el enorme predio que se ubica en Jalapa esquina con Coahuila. Pudo haber sucedido un sábado o un domingo, pero seguro fue a finales de marzo pasado.

    Aquí andábamos en el descenso de la cuarta ola pandémica, con el hartazgo ya casi asimilado. Por aquellos días el bicho no era el tema central recurrente; tampoco la crisis climática, aunque hubiera sido el pretexto de aquella vendimia: #YoDeclaroLaEmergiaClimática. Por entonces el asunto novedoso tenía lugar muy lejos de aquí: el 24 de febrero había iniciado la invasión rusa a la región de Dombás, en Ucrania. Justo cuando estaba tratando de reponerme de un súbito asombro por lo ridículamente caro que puede costarle a uno una tlayuda si se compra en el sitio equivocado, entró la llamada procedente de Europa, específicamente de la ciudad capital de Alemania.

    Como lo hacemos casi todos los días, intercambiamos nuestros respectivos partes cotidianos y pronto entramos en materia: la guerra en Ucrania. Llegamos rápido al asunto porque por aquellos días Maco compartía los jaleos del trabajo con María, una compañera estonia, pero con toda la familia radicada en Dombás. Por supuesto, estaba angustiada. 

    — Sí, las cosas no permiten estar tranquilos.

    — Sí, sobre todo en el este…

    — A nadie…, en toda Europa.

    — Bueno, aquí en Berlín hay cierta preocupación, pero el conflicto se percibe lejano.

    Lo investigaría después, pero aquella percepción no es muy correcta que digamos: Berlín se localiza a 1,350 kilómetros de Kiev, la distancia que hay de Puerto Escondido a Puerto Vallarta. Tampoco está muy lejos Moscú de Kiev, más o menos el trecho que hay entre Guadalajara y Monterrey. Eso en cuanto al espacio. En cuanto al tiempo, Maco me contó cómo se veía en marzo el futuro desde allá:

    — Todo mundo supone que la guerra va a durar poco, cuestión de unas semanas.

    — ¿Por qué?

    — Cuestión de tamaños: nada más compara el tamaño de la economía rusa y, no de la economía de Ucrania, sino de quienes están atrás de todo, los gringos.

    — ¿Medida en qué? —pregunté.

    — ¡Cómo en qué! Pues en lo que se miden las economías, en PIB.

    — Y el PIB… ¿medido en qué?

    — … —de pensamiento rápido, Maco supo hacia dónde iba— Pues en lo que suele usarse como unidad de medida.

    — ¿O sea? 

    — …

    — Dilo: en dólares, en dólares estadounidenses. 

    — Pues sí, pero…

    — ¿Y qué tal si midiéramos la economía en recursos como territorio, energéticos, agua, población en edad de trabajar…? Por no hablar de niveles de cohesión social y otras abstracciones un poquito más complicadas…

    — Ahí sí quién sabe.

    Según estimaciones del FMI, evaluando sus tamaños en términos de Producto Interno Bruto (nominal), con datos a abril de este año, la economía estadounidense representa el 27% de la riqueza mundial. En segundo sitio aparece China, cuya rebanada del pastel es ya el 21%. A partir de ahí las distancias son enormes: Japón aparece en tercera posición, con 5.2%, seguido de Alemania, con 4.5%. Rusia, en efecto, se encuentra varios peldaños abajo, con apenas el 1.9% de la economía global —México, con 1.4%, se halla mucho más cerca de Rusia que de Estados Unidos—. Sin embargo, a seis meses del inicio de la guerra, las perspectivas no son tan claras, sobre todo si involucramos el factor tiempo, en concreto, la llegada del invierno. La guerra continúa y los recursos para mantenerla siguen fluyendo: Estados Unidos acaba de liberar casi tres mil millones de dólares de ayuda militar extra a Kiev.

    Los tamaños de las economías, medidos en PIB y en dólares estadounidenses, pueden resultar un tanto cuanto engañosos. Considere usted este dato: en la lista de las empresas más grandes del mundo, publicada por Fortune hace unos días, las dos más grandes son estadounidenses, Walmart y Amazon. Ahora, pregúntese usted, ¿qué producen estas empresas? La respuesta es evidente: nada.

  • El terror a la palabra terrorismo

    El terror a la palabra terrorismo

    Voy a meterme en una cuestión caliente, escabrosa e intrincada… Sé que puedo salir espinado, pero creo que más vale arriesgarse. El asunto es una palabra, la palabra terrorismo.

    Soy consciente de que es delicado hablar de terrorismo: usar el vocablo es tratar con una sabandija ponzoñosa y traicionera. ¿Entonces? ¿No sería más prudente alejarse de ella, no mentarla? En este caso no, sencillamente porque proceder así sería dar por perdida una batalla, una batalla semántica importante. La realidad es una construcción social cuyo andamiaje son precisamente las palabras.

    Sólo podemos dar sentido al mundo socialmente y por medio del lenguaje: no hablar de los asuntos que nos atañen a todos es minar trozos de realidad, perder sentido y debilitar la cohesión social: “… cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo”, sostiene Hannah Arendt (La condición humana). “Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre singular, es decir, en cuanto no sea un ser político, pero los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, sólo experimentan el significado debido a que se hablan…”

    Si nadie las estuviera empleando, quizá pudiera ser conveniente mantenerse distantes de las palabras peligrosas, pero escabullirse de ellas cuando son parte de los pertrechos útiles en una disputa política resulta ingenuo y contraproducente. La palabra terrorismo se usa y se usa malintencionadamente. Si bien no es la primera vez que lo hacen durante lo que va del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, a partir del fin de semana pasado la reacción y sus esbirros mediáticos han centrado su más reciente campaña de mentiras y denuestos en la palabra terrorismo. El detonador fue la cadena de sucesos vandálicos, violentos y criminales que se eslabonó en algunos puntos muy precisos del país, en concreto, en determinadas ciudades de Guanajuato, Jalisco, Chihuahua y Baja California. De entrada, la descarga se integró fundamentalmente con tres tipos de municiones: el Estado es incapaz de defender a la población, la quema de comercios y vehículos fueron actos perpetrados por “el narco”, “grupos terroristas” o “narcoterroristas”, y “en México no hay gobernabilidad”.

    La execrable intención de instalar en el imaginario colectivo la palabra terrorismo la explicó Rafael Barajas, El Fisgón, en un tuit: “los opositores y sus voceros insisten en instalar la narrativa de que los narcos mexicanos son ‘grupos terroristas’. Esa narrativa es peligrosa, pues desde el 11-S de 2001, Estados Unidos interviene en otros países con el pretexto de ‘combatir al terrorismo’”. De acuerdo, pero entonces, ¿no es terrorismo? Por otra parte, ¿no será que, más que la palabra o las narrativas, los peligrosos son los Estados Unidos?

    “El pensamiento es subversivo y revolucionario…”, afirma Bertrand Russell. Así que pensemos. ¿Las acciones vandálicas ocurridas el fin de semana tuvieron o no el afán de causar terror? No sólo eso parece, sino que así fueron usadas. Quemaron tiendas de conveniencia —¿todos de la misma cadena?— pero no robaron, quemaron autos y camiones pero no en todos los casos los usaron para bloquear vialidades —hay maneras mucho más sencillas y baratas de bloquear calles—. El secretario de Gobernación señaló el meollo del asunto cuando declaró que se trató de acciones “de propaganda”, es decir, realizadas con un objetivo de divulgación. ¿Qué querían dar a conocer? Proclama o manifiestos no hubo. ¿Qué querían vender? Nada. ¿De qué querían convencer al público? De nada. Querían causar terror, así que, en sentido lato, fueron acciones con propósitos terroristas.

    Terrorismo, informa el diccionario, es la “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”, y también “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”. Dado lo ocurrido, dada la reacción de la reacción, el propósito fue dar paso a un segundo nivel de terrorismo: dar pie a que líderes (es un decir) de la oposición, opinócratas y medios bramaran a los cuatro vientos que en México hay terrorismo. He ahí la paradoja en la que estamos metidos y de la que urge salir: efectivamente, asegurar que en México impera el terrorismo es terrorismo, pero denunciarlo… ¿implica terrorismo? 

    Emparentar vandalismo, narco y terrorismo es una estratagema perversa. Los eventos ocurridos en sitios específicos de cuatro estados del país fueron actos vandálicos, incuestionablemente. Pero cómo se puede afirmar que los cometió el narco, como varios periódicos publicaron en sus primeras planas. Hoy el narco es una categoría de análisis tan seria como El coco. ¿Por qué usarla entonces? Pues porque si fue el narco es responsabilidad del gobierno federal combatirlo. Y si es narcoterrorismo se engarzan dos monstruos y se tiende la trampa, el coqueteo al intervencionismo yanqui. En suma, fueron acciones de vandalismo planeadas para causar terror y usadas con propósitos de terrorismo mediático. 

  • Tenemos que hablar de Vicente

    Tenemos que hablar de Vicente

    De entrada, ofrezco disculpas por el fastidio, pero tenemos que hablar de Vicente, de Vicente Fox Quezada. Y sí, ya sé que harta. Sé que abundan quienes con sensatez argumentan que lo mejor que podemos hacer es no hacerle el menor caso. Sé que hay quienes incluso sostienen que reaccionar a sus fantochadas es sólo hacerle el caldo gordo. O mejor, y dicho de forma muy nuestra, sé que sobran razones para tirarlo de a loco —que es por cierto lo que él mismo hace consuetudinariamente: tirarse burdamente a la locura—. Así que no niego que ignorarlo seguramente sea casi siempre la estrategia más sana. Sin embargo, el martes pasado el octogenario lanzó a la tuitósfera un mensaje que no debemos pasar por alto. Va, tal cual, con todo y su estrambótica puntuación:

    PIDO VEHEMENTEMENTE A LOS DE ARRIBA, SE ORGANICEN Y NOS CONDUZCAN A LA VICTORIA!! 2024

    ¿Ven? Esto no tiene un solo gramo de gracioso. Si el señor Fox pide con vehemencia —es decir, ruega— “A LOS DE ARRIBA” que se pongan de acuerdo entre ellos mismos —“SE ORGANICEN”— para dirigir a un nosotros —“NOS CONDUZCAN”— que evidentemente conforman la oposición al actual gobierno federal que encabeza el presidente López Obrador, estamos obligados a preguntarnos a quién diablos se refiere. ¿Quiénes son “los de arriba” en la cabeza del señor que cobró como presidente constitucional de este país del 2000 al 2006? ¿Quiénes integran ese grupo de “los de arriba” del cual, según afirma implícitamente, él, Fox Quezada, no forma parte? La cuestión me pareció relevante, así que, arrobándolo, lancé el cuestionamiento también en Twitter: ¿a quiénes se dirige el ex presidente Fox?

    Mi buen amigo el vate palindromista José Limón, que suele cacharlas bien y al vuelo, formuló mejor que yo la pregunta en su décima Abajo

    ¿A quién le reza Vicente
    clamando por Los de Arriba?
    ¿A los que no pagan IVA
    desde que él fue presidente?
    ¿Será que de este demente
    ya sólo queda el cascajo?
    ¿Acaso busca trabajo
    vendiendo la patria entera?…
    Tepocata marrullera
    que tiene poco ahí abajo…

    La duda tiene su pertinencia porque pronto comenzaron a llegar respuestas variopintas. Enseguida, algunos ejemplos. Muchas personas no descartan que el señor se mantenga firme en su explicación religiosa del mundo: como hay quienes opinan que el hombre pudo estar orando (@mabcags) o invocando santos o ángeles (@jjassol), otros se fueron al extremo opuesto: “A los demonios en su mente que diario aumentan por el abuso del THC” (contestó @ygnacioguerrer3, y con THC supongo que no se refiere al toloache sino al tetrahidrocannabinol, principal activo del cannabis). @UGatuito respondió a las claras lo mismo que otros más: “A los Estados Unidos”. 

    No faltaron los que creen que Vicente Fox Quezada pide guía y socorro a una persona en concreto: “Al señor X” (@KaReLyTo1) —quien, podemos presumir, no es otro que Claudio X. González Guajardo, opositor declarado del gobierno de Andrés Manuel López Obrador—, o “A Salinas y su rémoras” (@jlcamach). Algunos dedos señalaron grupos concretos: “A las $”%!& prianistas” (@DELFINESDEMIAMI), o “podrían ser narcos de Jalisco y Guanajuato…” Otras contestaciones fueron más abstractas, tanto que nos dejan con la duda: “A sus patrones, los oligarcas.” (@PatGtzOtero), o “A la cúpula transnacional que lo impuso, manipulando el aspiracionismo clademediero a todo lo que da” (@Itzel_uyulala). Y, claro, hasta ahora el propio político —es un decir— panista —es también un decir— no ha contestado. En suma, no salimos del misterio. Por eso me parece que la respuesta más certera es esta, que incluye ftirápteros: “Dentro de su mente enferma, puede ser cualquier cosa: narco, gringos, ángeles, piojos… ta’ difícil” (@jkJenny).

    Independientemente de quiénes sean, cuando el ex empleado de Coca-Cola, Vicente Fox Quezada pide “A LOS DE ARRIBA” que en 2024 “CONDUZCAN [a la reacción] A LA VICTORIA” muestra su verdadero rostro, y no es nada agradable. Verdad de Perogrullo: los de arriba, por definición, no son los de abajo. Y uno no tiene que haber leído la novela de Mariano Azuela para saber a quiénes nos referimos en México cuando hablamos de Los de abajo: desafortunadamente son la enorme mayoría de mexicanos y mexicanas, así que tampoco se requiere de un sólido sustento estadístico para saber que los de arriba son la minoría. 

    Entonces, queda expuesto y conviene explicitarlo con todas sus letras: al señor que se supone habría de pasar a la historia nacional como el primer presidente de México electo por la vía democrática —ya en plena normalidad democrática, según el eufemismo acuñado por Ernesto Zedillo—, en realidad le importa un comino la opinión de la mayor parte de la ciudadanía. Un esperpento. El tuit de marras, como bien señala @RocoAlbarrn2, es en realidad una confesión involuntaria.

  • Otro mundo

    Otro mundo

    Conmocionados y desorientados… En su libro 21 lecciones para el siglo XXI, Yuval Noah Harari describe la lastimera situación en la que se encuentra buena parte de las élites liberales de todo el orbe, luego de que, sorpresivamente, ¡no se acabó la historia! Porque no debemos olvidar que la ideología dominante llegó a colocar como sensata e incluso como cierta una idea hoy palmariamente descabellada: la idea de que a finales del siglo XX la humanidad había llegado al final feliz de la historia. 

    En su libro The end of history and the last man (1992), Francis Fukuyama explicaba que, si bien no proponía el “fin de la historia” como “el fin de la ocurrencia de eventos”, en cambio sí entendía que habíamos alcanzado “el fin de un proceso evolutivo único, coherente, considerando la experiencia de todos los pueblos en todos los tiempos”. ¡Zaz! Sostenía que el capitalismo global era la culminación última, dichosa y definitiva del desarrollo humano. 

    Fukuyama, evangelista del capitalismo global, aseguraba que, alineados al ejemplo de las democracias liberales anglosajonas, trepados en el desarrollo científico y el avance tecnológico, e impulsados por los motores del libre mercado, “todos los países en proceso de modernización económica” habrían de parecerse cada vez más a las potencias del primer mundo y “tendrían que unificarse a nivel nacional sobre la base de un Estado centralizado, urbanizarse, reemplazar las formas tradicionales de organización social”. Pero resultó que no, que no cupimos todos en Hollywood, que no hemos llegado al sueño norteamericano… Es más, resultó que el despertar del sueño está resultando bastante feo, también y especialmente para los gringos: resultó que el modelo no era perfecto y que desde hace ya varios años está mostrando que es más bien suicida… ¡Cómo! ¿No fue la caída del muro de Berlín la metáfora perfecta de que las puertas del paraíso consumista, tecnoedonista y libertino estaban ya abiertas para todos? Pues no: terroristas talibanes, estrepitosas crisis financieras, polarización, tsunamis de migrantes, el Brexit, trumpianas trompetas, ríos de opiáceos, toneladas de armas de alto poder al alcance de cualquier chamaco, bichos microscópicos, pandemias de fake news, el descrédito de la ciencia, la guerra en suelo europeo… Abundan las pruebas contundentes de que no hemos llegado al fin de la historia.

    Así que aquí, como en todo el mundo, un montón de opinócratas, académicos, intelectuales y líderes de la derecha reaccionaria siguen sin salir del pasmo que ha significado que la realidad no les haya dado la razón. Escribe Yuval Noah Harari: “No es extraño que las élites liberales, que dominaron gran parte del mundo en décadas recientes, se hayan sumido en un estado de conmoción y desorientación. Tener un relato es la situación más tranquilizadora… Que de repente nos quedemos sin ninguno resulta terrorífico. Nada tiene sentido. Un poco a la manera de la élite soviética en la década de 1980, los liberales no comprenden cómo la historia se desvió de su ruta predestinada, y carecen de un prisma alternativo para interpretar la realidad. La desorientación los lleva a pensar en términos apocalípticos, como si el fracaso de la historia para llegar hacia su previsto final feliz solo pudiera significar que se precipita hacia el Armagedón. Incapaz de realizar una verificación de la realidad, la mente se aferra a situaciones hipotéticas catastróficas”.

    Entonces, entre la derecha reaccionaria no faltaron los que pasaron del feliz pregón del fin de la historia al anuncio angustioso del fin del mundo. Pero llegaron tarde a alistarse al ejército de agoreros de la catástrofe. Desde los primeros años del siglo XXI, la percepción de que el mundo se está acabando era ya compartida entre muchos pensadores que habían tomado distancia de la ideología dominante. El mundo, este mundo, está en las últimas… No se trata del acabose del planeta, porque la Tierra no requiere para existir ni siquiera de la biosfera, ya no digamos de los humanos. Tampoco se está avistando necesariamente el fin de nuestra especie; no sería la primera vez que un modelo civilizatorio diera de sí y eso no ha significado hasta ahora la extinción humana. Lo que sí está acabándose es un orden mundial, el orden capitalista moderno.

    Hace unas semanas comenzó a circular The End of the World Is Just the Beginning, de Peter Zeihan. El planteamiento del libro se enuncia fácil: en 2019 comenzó el fin del orden mundial que venía funcionando desde 1945. Zeihan sostiene que el mundo está desmoronándose debido al colapso de la globalidad y al cambio de la dinámica demográfica.

    Después de leer la reseña que escribí acerca de The End of the World Is Just the Beginning, mi amigo Lalo Hernández me escribió: “Un compañero de trabajo solía decir: ‘Después de los 45 ya valió madre’. Es casi lo mismo que dicen Zeihan y tú: ‘lo mejor de nuestra vida ya pasó, quedó atrás y el porvenir será progresivamente peor…’ Él, Zeihan, dice eso. Yo no. Por eso le contesté a Lalo: “Creo que efectivamente lo mejor del modelo civilizatorio ya pasó…, globalmente, en promedio, pero de manera diferenciada. Por ejemplo: en México creo que seguimos en bonanza en medio de la crisis planetaria.” Creo que aquí, desde 2018, andamos tratando de construir otro mundo.

  • El decaído tío Sam y las trompetillas del Apocalipsis

    El decaído tío Sam y las trompetillas del Apocalipsis

    Paradoja: Transitamos una época en la que cotidianamente ocurren cosas insólitas, de tal manera que muchas de ellas las dejamos pasar desapercibidas. En nuestra mesa, lo inédito se ha vuelto el plato de todos los días. Sucede así que, a pesar de que las grandes mutaciones se anuncian a tamborazos y alaridos, cuando se concretan nos pillan por sorpresa. Las vicisitudes que tuercen las predicciones han sustituido a las tendencias.

    Por ejemplo. Con todo y la foto del diplomático declarante, sonriente y sombrerudo, en la portada de El Financiero de antier, martes 26 de julio, apareció una nota que debería resultarnos sorprendente, por decir lo menos: “EU, Canadá y México podrían liderar el mundo: Ken Salazar”. ¡Ah, caray! ¿Es que Estados Unidos no es ya mismo la súper potencia que lidera el mundo? ¿O es que acepta el gobierno norteamericano que no es más el policía de planetario, el papá de los pollitos de la aldea global? ¿Se acabó la era de la supremacía del tío Sam? ¿O es que, por primera vez nos convida a canadienses y mexicanos a disfrutar de su hegemonía? La información la mandan hasta la página 30, y si uno llega hasta allá puede leer: “El embajador de Estados Unidos… aseguró que, si México está dispuesto a trabajar de la mano con Estados Unidos y Canadá, las tres naciones tienen todo para ser potencias económicas mundiales”. ¿Así lo dijo, con el si condicional? Más abajo detallan que no se trató de una declaración de viva voz, sino de un tuit. 

    Así que mejor opté por confirmar el aserto en a la cuenta de mister Salazar… Y resulta que no, que como acostumbra, El Financiero editorializa de más: el diplomático no involucra condicionante alguno, sólo afirma: “EE. UU. y México, junto con Canadá, tienen el potencial de convertir a América del Norte en una potencia económica.” O sea: parte de que América del Norte no es ahora una potencia económica. Y enseguida, la promesa… ¿Qué ofrece? Una magullada zanahoria, las mieles del modelo anterior, este que está desmoronándose en nuestras narices: “Al tiempo que respetamos la soberanía nacional, podemos liderar al mundo en cumplir la promesa de prosperidad y seguridad económica para todos los ciudadanos”. 

    El agusanado ideal del progreso, pues, la falacia de que el crecimiento económico es sinónimo de desarrollo y bienestar para todos. ¿Y cómo es que ahora sí la dichosa dicha de la prosperidad económica será una vida mejor para todos y no sólo para unos cuantos? Ni media palabra al respecto, claro… Ahora, si bien agazapado en el nosotros tácito —“(nosotros) podemos liderar al mundo”— podrían esconderse nada más los gringos y sus intereses, en tanto que mexicanos y canadienses quedaran entre los liderados por ellos con el resto del mundo, líneas más abajo el embajador norteamericano reitera la generosa oferta, que sí, nos incluye: “Estados Unidos continuará trabajando con México para crear una Norteamérica… que lidere el mundo…” ¡Órale, nos sacan del patio trasero para invitarnos a entrar al cuarto de mando! Por supuesto, no faltarán los suspicaces que piensen que es un ofrecimiento de dientes para afuera, nada más que una jugarreta retórica… Quizá, pero incluso si ese fuera el caso habría que decir que nunca antes el gobierno estadounidense había considerado necesario tratar de timarnos con un embuste de esa calaña.

    El mismo martes pasado, pero en la primera plana de El Economista, leí una noticia que hace no mucho tiempo habría tirado el peso, la bolsa de valores y hasta hubiera podido costarle el puesto al secretario de Hacienda: “Economía mexicana caería en recesión en 2023: Moody’s. El PIB caería 1.8% este año y contraería 1.7% en 2023.” ¡Sopas! ¿Y qué, se propagó el terror de Mérida hasta Ensenada? En lo absoluto, los trompeteros del Apocalipsis a estas alturas están muy desacreditados y ya espantan menos que el Coco o el Viejo del Costal.

    Para cualquiera con tres dedos de frente y un mínimo de sentido común la declaración de los señores de Moody’s no es otra cosa que una ridícula expresión del pensamiento mágico disfrazado de Economía. ¿De plano no han tomado nota de que lo único que podemos por ahora saber del futuro es que cada día es más incierto? ¿O es que tienen una bola mágica de cristal? ¿Sabrán cuándo y cómo se resolverá la guerra en Ucrania? ¿O sabrán cómo se complicará el asunto? ¿Sabrán cómo será el comportamiento de las nuevas variantes del SARS-COV-2 o sabrán que ya no habrá nuevas variantes? ¿Conocerán los erráticos e irracionales vaivenes de los mercados?

    Quien se haya tomado la molestia de leer los augurios de Moody’s, pudo constatar que la soberbia de los economistas puede alcanzar niveles de patología psiquiátrica: “El PIB se contrae 1.7% en 2023, después de crecer 1.8% en 2022. La economía mexicana acumula una contracción de 3.4% del segundo al cuarto trimestre del 2023, mucho mayor a la caída reportada por la economía estadounidense de 2.1%… El experto puntualizó que… la economía mexicana saldría de la recesión en el primer trimestre del 2024”.

    De que todo está cambiando no hay duda; hacia dónde… nadie sabe. 

  • La patógena incredulidad

    La patógena incredulidad

    Machacona, monotemática y predecible, como cualquier persona que sufre una obsesión, Denise Dresser tuiteó el lunes: “¿Usted le cree a López Obrador? Yo no”. La declaración iba acompañada de un video de poco menos de un minuto y medio de duración, un extracto de la mañanera en el cual el presidente, en respuesta a una reportera, desmiente la volada de que la captura del señor Rafael Caro Quintero había ocurrido gracias a la intervención del gobierno de Estados Unidos, particularmente de la DEA. A botepronto, respondí al cuestionamiento que lanzó la señora Dresser: “Usted no, sistemáticamente. Y así se ha equivocado, doctora, sistemáticamente.”

    Por supuesto, Denise Dresser, como cualquiera, tiene todo el derecho del mundo de creer en lo que le venga en gana, y consecuentemente también tiene todo el derecho del mundo de no creer en lo que le venga en gana. En el modelo de civilización en el que vivimos ese derecho se considera fundamental e irrenunciable. La Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada por la ONU señala desde su Preámbulo, que los seres humanos deben disfrutar “de la libertad de creencias”, y luego lo prescribe detalladamente en su artículo 18. No sólo, además el documento establece que dicha libertad, junto con otros muchos derechos universales, tiene que ser protegida por un régimen de Derecho. 

    Así ocurre en México, en donde esa libertad está amparada explícitamente; el artículo 24 constitucional así lo establece: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado”. Así que, en efecto, tal y como la mayoría de la gente en este país —89% de la población de 3 años y más, de acuerdo con los resultados censales de 2020— tiene derecho a creer que hace 2022 años nació en medio oriente el hijo de Dios que al mismo tiempo es una de las tres personas de Dios, la académica del ITAM tiene todo derecho de no creerle ni media palabra a Andrés Manuel López Obrador. 

    En este caso, no importa que las autoridades norteamericanas ya hubieran confirmado lo expresado por el presidente —el embajador Ken Salazar declaró “la aprehensión del narcotraficante Rafael Caro Quintero fue realizada exclusivamente por el gobierno mexicano”—. Como ocurre con cualquier creencia, ni las evidencias factuales ni ninguna de las herramientas que pueda aportar el pensamiento crítico pueden desmontarla.

    Supongamos que la señora Dresser genuinamente no crea en lo que afirma el presidente, supongamos que no esté mintiendo —es decir, que en realidad no es que ella no crea en lo que dice AMLO, sino que sencillamente se esté sumando al nado sincronizado con el que la oposición propaga un bulo más para tratar de afectar intencionalmente la credibilidad del mandatario—. Si es así, pase lo que pase, ella podrá seguir creyendo que el presidente miente o lo que quiera, cualquier cosa por más desatinada que pueda parecer: Credo quia absurdum, creo porque es absurdo, reza la paráfrasis de la famosa sentencia que se atribuye al apologeta cartaginés Quinto Septimio Florente Tertuliano (s. II a. C.).

    Cuando estaba por concluir la primera fase de vacunación contra la covid-19, me permití hablar con un compañero de trabajo, pongámosle Augusto, que se negaba rotundamente a someterse a la inoculación. De entrada, le dije que yo partía del hecho de que él tenía el derecho de hacer o no hacer lo que le pareciera mejor…

    — Pero, dime Augusto, ¿por qué no quieres vacunarte?

    — Es que, la verdad, doctor, yo no creo en las vacunas –me contestó.

    Como ocurre con cualquier fe, hubiera sido ridículo y sobre todo inútil brindarle razones para intentar convencerlo de que modificara su (no) creencia, así que intenté solamente incidir en su conducta:

    — Pues no importa, Augusto, porque no es necesario que creas en las vacunas para que vayas a vacunarte. Nadie te pide un acto de fe.

    Claro, el argumento fue tan irrebatible como infructuoso. ¿Por qué? Porque mi compañero no sólo no creía en el poder inmunológico de las vacunas, sino que en cambio creía en otra cosa:

    — No, pero es que cómo sé que no me van a inyectar otra cosa.

    — ¿Crees que las vacunas traen otra cosa, algo perjudicial?

    — Sí, la verdad eso creo, doctor.

    Ya ni siquiera quise averiguar si creía que le iban a inyectar otro virus o veneno o un microchip… Pasa lo mismo con la incredulidad de la señora Dresser: el problema no está en que la gente crea o no crea en algo, el lío es que, cuando dichas creencias o incredulidades se relacionan con asuntos públicos, inciden directamente en la firmeza del entramado social. En el caso de la vacunación ese entramado social tiene una expresión humana muy concreta: Hoy día 7 de cada 10 fallecidos a causa de la covid-19 son personas que no se vacunaron. En el caso de la sistemática incredulidad de la oposición, lo que se pretende corroer es nada menos que el consenso social. En ambos casos la incredulidad realmente nos afecta a todos, es patógena.

  • Escasez de corazones humanos

    Escasez de corazones humanos

    ¡Ver para creer! Antier, el diario norteamericano Financial Times publicó en la primera plana de su versión impresa: Lowest global population growth since 1950 raises economy fears, lo cual podemos traducir como “Genera temores económicos el crecimiento poblacional mundial más lento desde 1950”. ¿Se dan cuenta del tamaño de la insensatez? Quizá no se aprecie a primera vista, pero reflexiónelo un momento y acordará usted conmigo que la aseveración no sólo es estólida hasta la grosería, sino que además descara la perversidad esencial del sistema económico que impera en el orbe. 

    Primero, ¿qué diablos son los “temores económicos”? En principio, yo que ya leí la nota puedo decirle que podemos descartar la interpretación del adjetivo económicos en su acepción de asequibles o de poco precio. No se trata de miedos o recelos baratos. En este caso, económicos califica a los aludidos temores como relativos a la economía, esto es, referidos a la enorme abstracción que engloba la administración, la producción, la distribución y el consumo de la riqueza, por decirlo fácil.

    Entonces, si hay temores en torno a la economía —sé que para muchos neoliberales es una herejía el puro hecho de que yo no escriba el término con una sumisa mayúscula—, ¿quiénes los sienten? Porque vale la pena recordar que la dichosa economía no los podría sentir, la economía, aunque se escriba con mayúscula, no siente ni eso ni alegría ni enojo ni nada, sencillamente porque la economía no es una persona, sino una abstracción. Más vale subrayar esta obviedad porque vivimos en un mundo en el cual, avalados por el sentido común hegemónico, solemos leer y escuchar disparates disfrazados de juicios razonables; por ejemplo: “La Economía requiere que las ventas de automóviles recuperen su crecimiento”.  ¿Se da usted cuenta? El aserto anterior tiene el mismo valor semántico que decir “Huitzilopochtli necesita que sean ofrecidos en sacrificio más corazones humanos”.

    Podrá ser que un weyi tlahtoani de la Triple Alianza, ponga usted el fiero Axayácatl, en un momento dado haya considerado conveniente organizar un espléndido festín en la gran Tenochtitlán para propagar miedo y respeto entre los pueblos conquistados por los mexicas, pues entonces, “Huitzilopochtli necesita que sean ofrecidos en sacrificio más corazones humanos”. Igual, si determinadas empresas y propietarios de grandes capitales desean, como siempre desean, incrementar sus ganancias, pues entonces, “La economía requiere que las ventas de automóviles recuperen su crecimiento”.

    Ahora bien, el crecimiento demográfico o poblacional se refiere a la gente, a los hombres y mujeres de carne y hueso como usted y como yo y como el más o la más adorable de sus prójimos, ¿cierto? ¿Se afirma entonces que vamos a ser menos seres humanos pululando por la Tierra? No, lo que se informa es que el crecimiento demográfico es más lento hoy que a mediados del siglo XX. Y si el crecimiento poblacional pierde velocidad, ello no se traduce en que cada vez seamos menos gente, sino que cada vez seguiremos siendo más y más, aunque no se incrementará la población tan rápido como lo venía haciendo desde 1950. En efecto, cheque usted, en 1974 la población mundial alcanzó la cifra de 4 millardos —mil millones— y se estima que en noviembre próximo, el día 15 según la ONU, seremos 8 millardos; es decir, nos duplicamos en apenas 48 años. Si mantuviéramos el mismo ritmo de crecimiento demográfico, en el año 2070 seríamos 16 millardos de personas, y no: según las estimaciones de la ONU, existe una probabilidad del 95% de que el tamaño de la población mundial se sitúe entre 9.4 y 10 millardos en 2050 y entre 8.9 y 12.4 millardos en 2100. O dicho en corto: durante las próximas décadas —si esquivamos la hecatombe atómica, una pandemia apocalíptica, el achicharramiento del planeta o cualquier otra calamidad— la humanidad continuará plagando el mundo, a lo bestia.

    ¿Entonces? ¿Los mentados temores económicos, sea quien sea quienes los estén experimentando, se deben a que la cantidad de gente que infestará el orbe volverá imposible suministrar a todos y todas de los satisfactores necesarios para vivir? Tampoco. La capacidad de producción de los humanos rebasa con mucho lo que necesitamos. ¿Quiere usted datos? El primero es una verdad de Perogrullo: tan le sobra recursos a la especie, que sigue aumentando la cantidad de especímenes, nosotros. Y dos datos más. Uno, la obesidad en todo el mundo casi se ha triplicado de 1975 para acá —hoy 2 millardos de adultos padecen sobrepeso—. Y dos, los recursos energéticos también nos sobran, y si no me cree, recuerde que la humanidad tiene energía para despachar turistas megamillonarios al espacio exterior y naves a explorar Marte. El lío no es que no haya, el lío es cómo está distribuido todo.

    Los temores económicos de los que da cuenta el Financial Times se refieren a la falta de consumidores, y particularmente de consumidores con capacidad de compra. Huitzilopochtli teme por la escasez de corazones humanos.