Categoría: Daniel Cervantes

  • El gran ¿problema? del metro CDMX

    El gran ¿problema? del metro CDMX

    El Metro de la Ciudad de México (segundo sistema de transporte colectivo más grande del continente americano después del de Nueva York) moviliza diariamente a más de 4 millones de personas. Se trata de la columna vertebral de la movilidad para la clase trabajadora, no solo de la capital, sino también de miles de personas del Estado de México que cruzan a diario la frontera metropolitana para sostener la vida económica de la principal ciudad del país.

    Pese a su importancia estratégica, el servicio que ofrece actualmente el Metro es deficiente. La falta de mantenimiento acumulado a lo largo de los años ha provocado múltiples fallas que afectan directamente la seguridad y la dignidad de los usuarios. Incendios, trenes detenidos por horas, escaleras eléctricas fuera de servicio y filtraciones de agua son parte del panorama cotidiano. Lo más grave es que para millones de trabajadores, el uso del Metro no es una opción, sino una necesidad ineludible. ¡No es aceptable que quienes sostienen esta ciudad viajen en condiciones tan indignas y peligrosas!

    Pero ¿a qué se debe la actual condición del Metro? Una de las razones fundamentales es la dependencia del subsidio público. El boleto cuesta 5 pesos desde 2013, mientras el costo real por pasajero ronda entre los 15 y 17 pesos, de acuerdo con estimaciones recientes. Esta diferencia se cubre con recursos del erario, lo cual ha permitido que el servicio siga siendo accesible para millones, pero también ha generado una presión constante sobre el sistema cuando no se acompaña de un presupuesto suficiente para mantenimiento e inversión.

    Esta problemática cobra una mayor relevancia cuando es objeto de un presupuesto que ha tenido un nivel de inversión insuficiente o que incluso en los años anteriores se ha visto recortado. Si bien en 2023 y 2024 hubo incrementos nominales, estos han seguido el deterioro acumulado y también han ido en consonancia con el crecimiento de la demanda, que en este último año se estima en un 7-8%. 

    En 2025, el presupuesto aprobado fue de aproximadamente 22 mil millones de pesos, cifra baja si la dimensionamos pensando en la magnitud del sistema y sus necesidades más imperiosas. El ciclo de inversión sistemático en aspectos que van más allá de los de modernización, de seguridad o de mantenimiento, permitirá que un servicio fundamental en la metrópoli más grande del país no colapse lentamente.

    Es importante aclarar que el subsidio y la no rentabilidad del Metro no son excusa para justificar sus condiciones actuales. Algunos librecambistas (neoliberales) podrían argumentar que esto se debe a la falta de competencia y a que se mantiene un “monopolio” estatal ineficiente. Sin embargo, en áreas clave es necesaria la intervención del Estado para garantizar derechos y dinamizar la economía. Así lo reconoce incluso el “padre del capitalismo” y uno de los principales defensores del libre mercado, Adam Smith, en su obra magna La riqueza de las naciones.

    “El deber del soberano consiste en erigir y mantener aquellas obras públicas e instituciones que, aunque puedan ser de gran ventaja para una sociedad, no serían emprendidas por ningún individuo o pequeño número de individuos, porque el beneficio no compensaría el gasto que cada individuo debería hacer.”

    Debe ser prioritario para el Estado el mantenimiento del sistema de transporte público; es necesario hacer visible la dignificación del trabajador incluso en su recorrido hacia el área de trabajo. No puede normalizarse la condición en la que actualmente se encuentra el Metro. El argumento de la falta de presupuesto es una falta de respeto si consideramos que los principales beneficiarios de este sistema son los grandes empresarios, quienes instalan sus centros de trabajo lejos de donde habita su fuerza laboral —vista por ellos como mera mercancía que crea mercancía.

    ¡Y son esos mismos empresarios los principales defensores de eliminar el subsidio, para que el Metro le cueste al trabajador su valor real! ¡Son ellos, los grandes capitales, quienes buscan la privatización del Metro mientras siguen pagando miserias a sus empleados!

    Ante esta situación, es urgente visibilizar el Metro como un derecho, y no como un privilegio que se subordina a la capacidad de pago del usuario. La defensa del transporte público debe ser una causa de toda la clase trabajadora, no porque lo utilice, sino porque en él se expresa la contienda por el sentido mismo que debe tener el Estado si va a servir al pueblo o va a continuar subordinado a los intereses del capital. Privatizar el metro, incrementar sus tarifas ante cada desembolso, continuar su desmantelamiento por no asignarle los recursos suficientes no son salidas inexorables sino decisiones políticas. Y como tales pueden y tienen que deconstruirse desde la organización, la exigencia social y la voluntad del pueblo.

    Afortunadamente, también se han realizado esfuerzos para recuperar y mejorar el sistema. Un claro ejemplo de esto es la renovación de la Línea 1 del Metro, que inició en 2020 y se prevé termine este año. 

    La rehabilitación consiste en el primer paso en la dirección de la modernización de la infraestructura con los trenes nuevos, con la renovación de las vías y la modernización de la señalización, pero dicho esfuerzo no debe asumir la condición de solución definitiva sino que más bien debe entenderse como una respuesta parcial a la crisis que invita a diseñar un compromiso estructural y de continuidad con la recuperación del Metro, ya que no puede ir ligada a proyectos puntuales o de reformas radicales del tejido de la asignación.

    Sin embargo, también hemos visto retrocesos clave como la designación de Adrián Ruvalcaba en la dirección del metro. 

    La elección de Rubalcava como director del Metro no solo pone en evidencia una falta de visión técnica, también nos muestra la corrupción que prevalece en las esferas más altas del poder. Rubalcava, un político sensible -por así decirlo- que no solo ha tenido un recorrido administrativo tortuoso, sino que ha estado envuelto en acusaciones de corrupción cuando fue alcalde de Cuajimalpa, es un ejemplo más que el sistema político mexicano sigue premiando a aquellos que están más cerca del poder, sin importar su capacidad para gestionar la provisión de servicios públicos imprescindibles. Este nombramiento parece más una cuota política que una decisión basada en la experiencia y competencia técnica que requiere la dirección del Metro.

    Este tipo de designaciones no solo son un retroceso para la mejora del Metro, sino que refuerzan la percepción de que las prioridades del gobierno siguen estando más alineadas con el clientelismo y el reparto de favores políticos que con el bienestar de los ciudadanos. Al elegir a Rubalcava, que ha sido parte de las estructuras políticas tradicionales, se envía el mensaje de que el sistema de transporte, vital para millones de trabajadores, sigue siendo tratado como un botín político. Esto no solo es un mal precedente para la transparencia y la eficiencia en la administración pública, sino que también pone en peligro las expectativas de una verdadera transformación del Metro, que sigue sumido en la inestabilidad y el abandono.

    La situación del Metro de la Ciudad de México pone de manifiesto un gran desajuste entre la importancia social del servicio y la atención que ha recibido por parte de las autoridades. Este sistema, que diariamente mueve a millones de trabajadores, está al borde del colapso por la falta de inversión, el mantenimiento inadecuado y la ausencia de una visión estratégica a largo plazo. Aunque iniciativas como la rehabilitación de la Línea 1 son un paso en la dirección correcta, son simplemente insuficientes ante una crisis estructural que demanda un compromiso real con el servicio público y un cambio de enfoque en la gestión del transporte colectivo.

    Es imperativo que el Metro sea tratado como un derecho fundamental de la población, no como un servicio subordinado a intereses políticos o económicos. La privatización y la eliminación del subsidio no son respuestas viables; por el contrario, debemos exigir una mayor inversión, transparencia y un enfoque centrado en las necesidades de los usuarios, quienes son la verdadera columna vertebral de esta ciudad.

  • Ser librecambista en 2025

    Ser librecambista en 2025

    El problema no es el mercado por sí mismo y el intercambio, el comercio, la compraventa voluntaria entre individuos o entre comunidades ha existido mucho antes del capitalismo; incluso ha llegado a ser en algunas etapas de la historia un factor que ha permitido el desarrollo de las fuerzas productivas, la innovación técnica o la cooperación incluso. El verdadero problema empieza cuando se le otorgan, ya un nivel de cualidades casi divinas… cuando se le considera dogma, orden natural indiscutido, medida última del valor y la justicia.

    Los inicios del liberalismo económico provienen del siglo XVIII, y algunos de sus autores, como por ejemplo Adam Smith (quien encontraba en el libre comercio un camino hacia la prosperidad general) son quienes lo eligen a partir de una disertación con relación a los monopolios feudales, y a las obstrucciones mercantilistas, que constituían la causa que mermaba tal prosperidad. El liberalismo clásico se plantea a partir de una concepción de libertad que no niega el hecho de existir de un Estado, sino que lo limita a las funciones que podrían considerarse como esenciales (defensa, justicia, algunas obras públicas). Aquella propuesta, por tanto, podría considerarse que suponía una mejoría con relación a sistemas más cerrados y autoritarios.

    Sin embargo, la evolución del capitalismo no se detuvo allí. En el siglo XX, frente a las crisis cíclicas del sistema, surgieron formas de regulación estatal que trataron de equilibrar el crecimiento económico con derechos sociales: el Estado de bienestar fue una de ellas. Pero desde los años ochenta, con figuras como Margaret Thatcher y Ronald Reagan, una nueva ola de pensamiento (el neoliberalismo) tomó fuerza. Esta vez, no solo se trató de confiar en el mercado, sino de someter todo a su lógica: salud, educación, vivienda, agua, energía, trabajo. Privatizar, desregular, flexibilizar. El Estado pasó de ser un árbitro para convertirse en un socio menor del gran capital.

    Hoy, en 2025, ser librecambista no es una postura inocente. No es la defensa de la libertad frente al autoritarismo, ni una apuesta por la eficiencia frente al despilfarro. Es, en la mayoría de los casos, una máscara ideológica para justificar privilegios, evasión fiscal, despojo, precarización y una brutal desigualdad. Es una forma elegante de defender que unos pocos tengan todo y muchos no tengan nada, en nombre de una supuesta racionalidad económica.

    Reivindicar al mercado como herramienta está bien. Pero fetichizarlo, ponerlo por encima de la vida, de los derechos y de la dignidad, es no haber aprendido nada del siglo XX. En tiempos donde la humanidad enfrenta desafíos comunes que deben ser enfrentados de forma colectiva, ser librecambista es un acto egoísta.

    Ser librecambista en 2025 no es rebelde ni moderno: es, en muchos sentidos, una forma de neocolonialismo encubierto.

  • El clasismo también vota

    El clasismo también vota

    Apenas se planteó que el pueblo podría elegir a jueces y ministros por voto popular, la élite puso el grito en el cielo. Decían que se acabaría la democracia, que habrá autoritarismo, “la gente no sabe”. Pero lo que realmente les espanta no es la reforma en sí, sino la posibilidad de perder el control del aparato judicial que siempre ha sido su trinchera.

    Tras la retórica de la defensa de la República, también se esconde el miedo al cambio. No temen un ámbito judicial que pueda llegar a ser peor; sí temen uno que puede no ser ya el suyo. Porque, en efecto, durante más de una década el Poder Judicial fue su refugio; donde se cobijan, donde aquí frenan reformas populares, donde aquí se disfrazan de legalidad todos sus privilegios.

    Impunidad es la palabra que mejor define al viejo Poder Judicial. Ministros que liberan a criminales de cuello blanco, jueces que bloquean derechos laborales, magistrados que protegen a empresarios y políticos corruptos. ¿Y ahora resulta que les indigna que la gente quiera elegirlos? No es indignación democrática, es puro clasismo con toga.

    Tantos años proclamando que la justicia debe estar “alejada de la política”, pero es un “alejada del pueblo” lo que realmente reclaman. No quieren que una trabajadora decida sobre un juez, pero sí que un juez decida sobre su salario, su sindicato o su pensión. Quieren justicia técnica, sí, pero solamente cuando les interesa. Esa doble moral ha quedado evidenciada desde el momento del anuncio de la reforma. Dicen que el pueblo no tiene formación, pero callan de frente a un ministro que cobra más que el presidente. Hablan de independencia, pero no mencionan los vínculos con despachos de abogados privados, empresas, o partidos de la derecha. Lo que les duele es perder poder.

    Antes elegían a dedo. Hoy podrían ser electos por el voto. Esa es la gran diferencia. Y no es menor: significa que los jueces le deben su cargo al pueblo, no a la cúpula. Significa que la justicia se construye desde abajo, con legitimidad, y no desde los pactos de arriba.

    Ellos lo disfrazan de preocupación por la técnica, por la razón, por la República; pero el verdadero miedo es que los que esta vez están por debajo dejen de acatar sentencias que no les representan y dicten las normas de la competición. Ojalá se entienda bien: esto no va de populismo, va de justicia. Va de romper con la herencia de un Poder Judicial que siempre ha sido un poder de los poderosos. Y si el pueblo decide cambiarlo, en todo caso no será un paso atrás en el proceso democrático, será por fin el comienzo de la auténtica justicia popular. 

  • Anarcoinmovilismo

    Anarcoinmovilismo

    Una de las principales críticas que históricamente se le ha hecho a la izquierda es su escaso pragmatismo para unirse frente a un enemigo común. Mientras la derecha (en la mayoría de los casos) ha logrado mantener un movimiento unitario, la izquierda se ha caracterizado por una fragmentación constante. Esta diferencia es fácil de entender si se considera el objetivo de lucha de cada bando: mientras la derecha siempre buscará la supervivencia de lo establecido (especialmente de la estructura de clases), la izquierda, por más “tibia” que sea, tenderá a cuestionar lo existente en nombre de una búsqueda constante por la justicia.

    Y es precisamente en esa “búsqueda por la justicia” donde se encuentra la principal problemática. La razón es sencilla: cada corriente tiene su propia definición de justicia y su propio ideal de sociedad. Así, mientras algunas vertientes de izquierda podrían aceptar la existencia de clases sociales siempre y cuando exista mayor justicia redistributiva, otras exigirán la abolición total del sistema capitalista. A su vez, algunas posiciones promueven la desaparición inmediata del Estado como forma de organización social.

    En esta maraña de visiones, cada grupo pretende imponer su idea de justicia desde el inicio del camino, lo cual hace casi imposible llegar a acuerdos sin que unos deban alinearse con otros. ¿Cómo podría ponerse de acuerdo un marxista, un anarquista y un socialdemócrata? El primero abogará por una revolución que desemboque en una dictadura del proletariado; el segundo también hablará de revolución, pero con el fin de abolir cualquier forma de autoridad estatal; mientras que el tercero optará por reformas pacíficas que mejoren las condiciones materiales de los trabajadores dentro del marco del sistema.

    Y es aquí donde planteo una pregunta al lector: ¿existen hoy condiciones reales para una revolución? Marx afirmaba que las revoluciones comenzarían en los países más desarrollados industrialmente, donde las contradicciones de clase y la extracción de plusvalor serían más evidentes. Sin embargo, la experiencia histórica ha demostrado lo contrario: Rusia, China, Cuba… Ninguno de esos procesos ocurrió en países industrialmente avanzados.

    Hoy vivimos en un mundo en el que los “socialismos reales” han caído (con honrosas excepciones que aún resisten como ejemplo de dignidad). Nuestras sociedades tienen memoria histórica, y en muchas de ellas no existen ni las condiciones materiales ni el deseo colectivo de emprender un proceso revolucionario.

    Esto no significa que la búsqueda del socialismo sea un despropósito. Lo que afirmo es que concebirlo como objetivo inmediato puede ser un error estratégico si no se parte de las condiciones concretas y de las verdaderas aspiraciones del pueblo. Es por eso que lanzo una segunda pregunta: en ausencia de condiciones revolucionarias, ¿vale la pena seguir priorizando la revolución socialista en el siglo XXI? ¿O acaso sería más sensato luchar, en lo inmediato, por beneficios tangibles para la clase trabajadora, sin perder de vista el horizonte utópico pero partiendo de dónde realmente estamos?

    Dentro de esta diversidad de la izquierda, el anarquismo representa quizá el punto de mayor ruptura con las demás corrientes. No solo rechaza el capitalismo como el marxismo lo hace, sino que también niega cualquier forma de autoridad, jerarquía o institucionalidad, lo cual lo vuelve profundamente heterogéneo respecto al resto del espectro izquierdista. Mientras otras corrientes pueden llegar a aceptar (aunque sea de forma estratégica) el uso del Estado como herramienta de transición o regulación, el anarquismo lo concibe como enemigo absoluto, lo que dificulta la articulación de una estrategia común. Esta postura radical, aunque ética en su rechazo a toda forma de opresión, muchas veces termina siendo una traba en el terreno práctico, pues convierte al anarquismo en una fuerza que, al negarse a todo compromiso táctico, rompe los frágiles puentes que podrían construir una izquierda unificada.

    La insuficiencia de una articulación táctica ha conducido a que muchos de los sectores de izquierda empiecen a quedar atrapados en interminables debates sobre la supuesta pureza ideológica, mientras el avance del capital sigue su curso al margen de cualquier resistencia estructurada. En el mejor de los casos, las discusiones giran entonces en torno a cómo salvaguardar los principios irreductibles de cada corriente ideológica, en vez de plantearse cómo podrían transformar en el corto o mediano plazo las condiciones materiales de vida. Esa actitud puede parecer coherente desde una lógica interna, pero no deja de ser funcional al sistema que explícitamente se busca combatir, ya que deroga cualquier posibilidad de acción conjunta.

    En este mismo marco aparece otra figura común: la del ultra que, desde la comodidad de la pureza ideológica, critica con vehemencia a toda izquierda que se atreve a gobernar, participar o ceder en algo para avanzar en reformas. Se trata de una postura que se refugia en la superioridad moral de la inacción, como si mantenerse al margen de todo proceso institucional fuera en sí mismo un acto revolucionario. Esta posición, que se dice radical, no solo se desentiende de las condiciones materiales y políticas de las mayorías, sino que termina por alimentar una narrativa de derrota permanente: todo lo que se hace está mal, toda participación es traición, y solo lo inmaculado —aunque esté fuera de la historia— merece respeto. Pero la política no se hace en el vacío ni desde la torre de marfil; se hace con contradicciones, con límites, y sobre todo con pueblo. Negarse a todo por mantenerse “coherente” puede ser cómodo, pero no transforma nada.

    Por eso el reto del siglo XXI no es el de dirimir debates estériles sobre quién es la verdadera izquierda, cuál corriente es capaz de mantener un mayor grado de coherencia ideológica, sino proponer un proyecto común que recupere las necesidades del presente, sin renunciar a un horizonte de transformación; no se trata, por tanto, de renunciar a los ideales, sino de comprender que estos solo parecen tener sentido cuando se mojan, es decir, cuando se encarnan en procesos concretos, en luchas reales, en victorias parciales que permitan abrir la puerta a cambios más profundos. La izquierda no puede seguir condenándose a sí misma a la irrelevancia a causa de su propio corsé.

    Pero tampoco hay que confundir esto con la entrega total al reformismo ni con la aceptación de que el sistema puede humanizarse del todo; se trata más bien de aceptar que, sin una buena organización táctica y sin una lectura realista del contexto, la utopía deja de ser horizonte y se convierte en una excusa para el no-accionar. Si ha de haber transformación social, no puede depender solo del deseo abstracto de unos pocos iluminados, sino de la capacidad de las mayorías para construir poder popular a partir de sus condiciones, desde donde están y hacia donde sueñan.

  • El nuevo gran garrote: Neocolonialismo del S. XXI

    El nuevo gran garrote: Neocolonialismo del S. XXI

    La historia demuestra que el imperialismo no desaparece, simplemente toma nuevas formas. En 1904, Theodore Roosevelt anunció la doctrina del “Gran Garrote”, defendiendo la intervención de Estados Unidos en América Latina con la idea de que el hemisferio debía estar bajo el control de Washington. Más de cien años después, Donald Trump parece decidido a reactivar esta política, creyendo que la única manera de “hacer a América grande” es imponiendo su voluntad sobre otros países.

    El plan trumpista de anexar Groenlandia, el declarar a los carteles mexicanos como terroristas y sus amenazas a Panamá para recuperar el canal, nos hacen remontarnos a la política exterior de los Estados Unidos durante los inicios del siglo pasado. Todo ello también parece ser una analogía del expansionismo estadounidense del S. XIX; en el caso de Groelandia, se trata de una estrategia geopolítica que busca asegurar el control estadounidense del Ártico frente a Rusia y China. Pero detrás del discurso de seguridad y desarrollo, se esconde la misma lógica que llevó a EUA a apropiarse de medio continente durante el siglo antepasado: El expansionismo disfrazado de necesidad histórica.

    El intervencionismo no se detiene ahí. Panamá, país que hace más de dos décadas recuperó la soberanía sobre su canal, vuelve a estar en la mira de Washington. La excusa esta vez es la injerencia china y el supuesto debilitamiento institucional del istmo. ¿El verdadero motivo? Asegurar el control sobre una de las rutas comerciales más importantes del mundo, porque para Trump y su séquito, la historia de América Latina es la de un patio trasero que debe mantenerse vigilado.

    El caso de México es aún más preocupante. La designación de los cárteles como organizaciones terroristas no solo allana el camino para una mayor injerencia estadounidense en territorio mexicano, sino que abre la puerta a operaciones militares unilaterales. Bajo la retórica de la “guerra contra el narcotráfico”, lo que realmente se pretende es justificar la intervención directa en suelo ajeno, sin importar la soberanía nacional.

    La historia ha evidenciado lo que sucede cuando Estados Unidos elige “establecer orden” en el mundo: golpes de estado, intervenciones militares, robo de recursos y generaciones enteras atrapadas en la violencia y la pobreza. El Gran Garrote nunca ha proporcionado estabilidad, únicamente control y sumisión.

    Hoy, ante este renovado imperialismo evidente, es crucial que los pueblos se expresen. Si la comunidad internacional permite que el garrote prevalezca sobre la ley y la autodeterminación, el mundo habrá retrocedido a una época donde la capacidad de un país se medía por su habilidad para dominar a otros.

    El periodo entre ambos grandes garrotes ha terminado. Durante décadas, Washington disfrazó su control bajo el manto de la “cooperación internacional”, financiando ONGs y medios opositores a través de la USAID, asegurando que gobiernos incómodos fueran debilitados sin necesidad de intervención militar. Pero en 2025, el imperio ha decidido que las sutilezas ya no son necesarias. La diplomacia es un trámite irrelevante cuando puedes apropiarte de Groenlandia por la fuerza, recuperar Panamá con el pretexto de la seguridad o designar terroristas en México para justificar operaciones unilaterales.

    El nuevo Gran Garrote no busca moldear gobiernos, sino imponer su dominio de manera directa. La USAID perdió prioridad porque Estados Unidos ya no necesita convencer a nadie: el mensaje es claro y brutal. Si un país no se alinea con los intereses de Washington, enfrentará sanciones, intervenciones o incluso ocupaciones. Este no es un regreso al siglo XX, sino un salto hacia una era de imperialismo descarado, donde la única ley que importa es la del más fuerte. 

    El siglo XXI no debe convertirse en el siglo del neocolonialismo estadounidense. Depende de nosotros evitarlo.

  • ¿Campo de exterminio? Narrativas en torno a Teuchitlán

    ¿Campo de exterminio? Narrativas en torno a Teuchitlán

    Lo hallado en Teuchitlán es un reflejo contundente de la crisis de seguridad que atravesamos. Los zapatos, cartas, mochilas y restos encontrados evidencian no solo la magnitud del problema, sino también la absoluta incapacidad de las autoridades para afrontarlo, en un contexto de violencia que persiste desde hace casi dos décadas.

    Estos hallazgos deberían impulsar a nuestros dirigentes a reflexionar y adoptar medidas más contundentes para reducir la incidencia de desapariciones y la violencia que azota al país. Asimismo, la oposición debería abordar estos sucesos con seriedad y respeto, exigiendo investigaciones eficientes y pidiendo garantías para que hechos como estos no se repitan.

    Sin embargo, la oposición y sus medios orgánicos han insistido en construir una narrativa que equipara los campos de exterminio de la Alemania nazi con el Rancho Izaguirre. Esta comparación no solo banaliza el Holocausto y otros genocidios, sino que también subestima la inteligencia del pueblo de México, al pretender imponer una visión distorsionada de la crisis de seguridad. En lugar de contribuir a un debate serio sobre las causas estructurales de la violencia, recurren a términos impactantes para alimentar su agenda política, desviando la atención de las responsabilidades históricas que ellos mismos han tenido en la descomposición del Estado y la impunidad.

    Esta versión irresponsable de los hechos ha servido como pretexto para que la prensa oficialista y el propio gobierno desplieguen una campaña contra la desinformación de la oposición, enfocando su narrativa en la defensa gubernamental y en desmentir los señalamientos adversarios. Sin embargo, este enfoque relega el problema central: la persistente crisis de seguridad y desapariciones en el país. En lugar de abrir un debate serio sobre las causas estructurales de la violencia y las estrategias para combatirla, el discurso se reduce a una pugna mediática que deja en segundo plano a las víctimas y la urgente necesidad de soluciones reales.

    Incluso se ha llegado al extremo de minimizar la desaparición de personas y la gravedad de los hechos, como lo hizo el presidente del Senado, Fernández Noroña, al reducir el hallazgo a un mero intento de golpeteo contra el gobierno. Su cuestionamiento “¿Son zapatos de desaparecidos?” no solo refleja una falta de sensibilidad ante la crisis de violencia y desapariciones que enfrenta el país, sino que también contribuye a la desconfianza en las denuncias y al descrédito de las víctimas. 

    En medio de esta disputa discursiva, el problema real ha quedado relegado. Mientras gobierno y oposición se enfrascan en una batalla mediática, las madres buscadoras continúan su labor en el olvido, enfrentándose a la indiferencia institucional y al peligro constante. Sus denuncias y su lucha diaria exponen la realidad que muchos intentan desviar: un país donde la impunidad sigue siendo la norma y donde la búsqueda de justicia recae, no en el Estado, sino en las propias víctimas. Es a ellas, y no a las estrategias políticas de ambos bandos, a quienes se debería escuchar con urgencia.

  • PARTIDO EMANADO DE LA REVOLUCIÓN (de conciencias)

    PARTIDO EMANADO DE LA REVOLUCIÓN (de conciencias)

    “El partido debe ser una escuela política, no una maquina electoral”

    Enrique Dussel 

    El principal cuestionamiento desde la izquierda hacia el partido gobernante en la pasada contienda electoral fue su “pragmatismo”, reflejado en la incorporación de figuras corruptas provenientes de la oposición. Con el tiempo, y especialmente tras la reforma judicial, esta práctica se volvió habitual, como lo demuestra el acercamiento de los Yunes a Morena.

    Desde entonces, el partido ha priorizado de manera evidente la victoria, ya sea en las urnas o en el Congreso, sin reparar en las implicaciones éticas de sus decisiones. Esto ha significado, en algunos casos, un agravio histórico para estados como Veracruz, con la inclusión de los Yunes, o Coahuila, con la candidatura de Armando Guadiana en las elecciones pasadas.

    Lo que en su momento surgió como un partido-movimiento con la intención de transformar los cimientos políticos de México y romper con las prácticas de las últimas décadas, se está convirtiendo, a paso acelerado, en una mera máquina electoral, emulando a nuestro gran partido de Estado del siglo pasado.

    Con el cambio de dirigencia en Morena y el inicio del nuevo sexenio, esfuerzos fundamentales como el Instituto Nacional de Formación Política (INFP) sufrieron severos recortes presupuestales y dejaron de ser una prioridad para el partido, esto para darle paso a proyectos politiquero/electoreros como juntar diez millones de afiliados.

    Ahora, aquellos a quienes el propio fundador del movimiento llamó “delincuentes de cuello blanco” en su libro 2018: La Salida, forman parte activa del partido y ocupan cargos clave que, en principio, deberían pertenecer a quienes realmente representan los principios del movimiento.

    Reformas fundamentales y ampliamente respaldadas, como la reducción de la jornada laboral a 40 horas y la reforma contra el nepotismo, han sido postergadas para no incomodar a ciertos aliados. En el primer caso, para congraciarse con el sector empresarial; en el segundo, para mantener la alianza con el Partido Verde. Todo ello, pese a la legitimidad y el respaldo popular que estas iniciativas tienen entre el pueblo mexicano.

    Y es que el fantasma del priismo nos persigue al punto de que todo esto ocurre tras un gobierno que, en muchos sentidos, buscó replicar el proyecto corporativista del PRI del siglo pasado, con un presidencialismo que intentaba mediar entre los distintos sectores sociales. El papel central que nuevamente asumió el gobierno, así como el respaldo clave del sector castrense, fueron elementos fundamentales para comprender también el inicio del movimiento como tal. 

    Otro ejemplo claro es la búsqueda de un Estado de bienestar, un paralelismo evidente entre los primeros gobiernos priistas y el inicio del proyecto de la Cuarta Transformación. En ambos casos, el Estado asumió un papel central en la economía y en la distribución de recursos, con el objetivo de reducir desigualdades y garantizar derechos sociales a las mayorías.

    El cambio buscado en los inicios del movimiento era una acción directa contra las políticas neoliberales de los últimos treinta años, lo que implicaba un regreso al Estado benefactor, un avance claro en términos sociales. Según el líder moral del movimiento, para que esto se lograra era necesaria una “revolución de conciencias”, lo cual significaba un proceso de transformación profunda en la mentalidad colectiva, orientado a que la sociedad reconociera y asumiera como prioridad el bienestar común por encima de los intereses individuales o de élites, generando así un cambio estructural en la forma de pensar y actuar políticamente.

    Sin embargo, tras el reciente cambio de prioridades en Morena, nos estamos acercando a la repetición vacía de la fantasmagórica frase “gobierno emanado de la revolución”, solo que ahora la “revolución” no es material, sino de conciencias. Esto hace que, si el sector popular no toma cartas en el asunto, estemos cayendo en una mera caricatura del siglo pasado, donde las promesas de transformación se diluyen en discursos vacíos sin un verdadero cambio estructural.

  • Nuevo Mundo

    Nuevo Mundo

    Si pudiéramos viajar en el tiempo y contarle a alguien de 2019 lo que ha ocurrido en los últimos cinco años, difícilmente nos creería. Tendríamos que decirle que una pandemia paralizó al mundo entero, que en Europa estalló una guerra de gran escala, que en Medio Oriente se desarrolla un genocidio ante los ojos del mundo y que el presidente de la mayor economía global busca ponerle fin mediante una limpieza étnica. La realidad ha superado cualquier predicción, mostrando un mundo más convulso y despiadado de lo que muchos imaginaron.

    Los acontecimientos no solo han transformado la política internacional, sino que también han cambiado la vida cotidiana de millones de personas. La pandemia reconfiguró nuestras nociones de trabajo, salud y control gubernamental; la guerra en Europa reavivó tensiones geopolíticas que parecían cosa del pasado; y la crisis en Medio Oriente ha dejado al descubierto la hipocresía de quienes se autoproclamaban defensores de los derechos humanos y las libertades.

    Todo ello nos hace mirar con añoranza el pasado, recordando la estabilidad aparente que ofreció el mundo unipolar de las últimas tres décadas. Sin embargo, también es posible que esta reconfiguración traiga consigo un cambio necesario. La emergencia de un mundo multipolar podría significar el fin de una hegemonía que impuso su voluntad sin contrapeso, dando paso a un equilibrio más justo entre las naciones. Aunque el proceso sea caótico y doloroso, quizás estemos presenciando el inicio de una nueva era en la que el poder ya no esté concentrado en unas pocas manos, sino distribuido entre distintos actores con la capacidad de desafiar el dominio absoluto.

    Sin embargo, este cambio también conlleva peligros, pues los poderes establecidos no cederán su posición sin resistencia. La historia nos ha mostrado que las grandes transiciones geopolíticas suelen ir acompañadas de conflictos, crisis económicas y estrategias desesperadas por mantener el control.

     La reacción de quienes ven amenazada su hegemonía podría derivar en más guerras, sanciones, intervenciones encubiertas e incluso el uso de tecnologías de vigilancia y represión para sofocar cualquier intento de reordenamiento global. El mundo multipolar no está garantizado; su construcción dependerá de la capacidad de las nuevas potencias para resistir la embestida de un sistema que se niega a desaparecer.

    En este contexto, el futuro sigue siendo incierto. Nos encontramos en un punto de inflexión donde el viejo orden lucha por mantenerse mientras surgen nuevas fuerzas que desafían su dominio. El desenlace dependerá de la capacidad de las naciones emergentes para consolidar su influencia, de la resistencia de los pueblos ante la opresión y de la forma en que los actores globales manejen las tensiones que inevitablemente se presentarán. Lo que es seguro es que el mundo que conocimos ya no volverá a ser el mismo. La pregunta ahora no es si el cambio llegará, sino quiénes lograrán imponerse en la nueva configuración del poder global y así terminar de concretar la aparición de este nuevo mundo. 

  • México, mar de izquierdismo

    México, mar de izquierdismo

    Con la postpandemia vino para el mundo una reconfiguración geopolítica, el mundo que conocíamos ya no lo es más y día a día los cambios se aceleran. La paz subjetiva que reinaba el mundo desde la caída del muro de Berlín, ahora se transforma en incertidumbre ante nuevas potencias que surgen y un imperio que ve morir su hegemonía. 

    Nuestro siglo XX parece, como he dicho en otras columnas, una copia fiel de lo sucedido hace cien años; hago énfasis en copia, ya que incluso los símbolos comienzan a verse repetidos; desde el saludo “romano” de los ultraconservadores en los Estados Unidos, hasta la creciente popularidad del AfD en Alemania, sin dejar atrás el genocidio que sucedió al apartheid en tierras palestinas. 

    En América Latina los movimientos con características fascistas también comienzan a emanar como resultado de los países que habían durado décadas en crisis. Argentina actualmente tiene como jefe de Estado a un personaje que toda su vida política ha defendido los intereses de  los grandes capitales internacionales en suelo sudamericano y, curiosamente, llegó al poder de un país con una de las reservas de litio mas grandes del mundo. 

    Sin embargo, en México nació una resistencia popular que ha impedido el ascenso de estos movimientos ultraconservadores. A diferencia de otras naciones latinoamericanas, donde la desesperación y el descontento han sido canalizados por liderazgos de extrema derecha, en México las mayorías han optado por un proyecto de transformación que prioriza la soberanía, el desarrollo social y la justicia histórica.

    Esto no significa que el país esté exento de amenazas. La oposición, debilitada y carente de un discurso propio, ha recurrido a estrategias desesperadas, desde la judicialización de la política hasta la promoción de narrativas de miedo y desinformación. A ello se suma la presión de actores externos que ven en México un territorio clave en la disputa geopolítica global, ya sea por sus recursos estratégicos o por su posición como vecino inmediato del país que aún se asume como líder del mundo occidental.

    En México la amenaza interna no es la del fascismo, en nuestro país tenemos como principal enemigo al fantasma del priismo que parece estar recorriendo los pasillos de las oficinas del que podría convertirse en un nuevo partido de estado. Sin embargo, este tema lo abordaré en la columna del siguiente miércoles. Por el momento podemos celebrar que somos una isla de izquierda en un mar de fascismo. 

  • Ya no necesitan a Ucrania

    Ya no necesitan a Ucrania

    El teatro de la guerra en Ucrania ha cumplido su función. No para los ucranianos, que han visto su país convertido en escombros, ni para los europeos, que han financiado con sacrificios una guerra que nunca fue suya. Ha sido un éxito, en cambio, para los verdaderos ganadores: los consorcios armamentísticos que llenaron sus bolsillos con cada misil lanzado, cada tanque destruido y cada recluta caído en el frente.

    Cuando las potencias pactan sin sus aliados menores, lo hacen porque ya no hay nada más que negociar. La reciente reunión entre Estados Unidos y Rusia para sentar las bases de una negociación futura sobre Ucrania es la confirmación de que los dividendos de la guerra han sido asegurados. El conflicto se prolongó hasta que el complejo militar-industrial extrajo cada dólar posible del erario público, hasta que las fábricas de armas operaron a plena capacidad y las reservas de los países europeos quedaron suficientemente diezmadas como para justificar nuevas compras a la industria estadounidense.

    No es casualidad que, tras años de enviar armamento, Washington ahora se muestre pragmático y dispuesto a la negociación. La razón es simple: el saqueo de Ucrania entra en su segunda fase. Con la destrucción asegurada y una deuda impagable acumulada, el siguiente paso es la reconstrucción, en la que las empresas occidentales se disputarán contratos millonarios para levantar lo que ellas mismas ayudaron a destruir. Recursos naturales, tierras agrícolas, infraestructura estratégica: todo está en juego y, como siempre, serán los grandes capitales los que se beneficien.

    Ucrania ya perdió la guerra mucho antes de que se reconozca oficialmente. No porque sus soldados no pelearan con valentía, sino porque fue utilizada como un peón en una partida donde el resultado estaba decidido de antemano. La nación que prometieron defender con discursos heroicos y sanciones económicas hoy queda reducida a una pieza de negociación entre los que realmente mueven los hilos. Estados Unidos no enviará tropas a su reconstrucción, pero sí enviará a sus corporaciones, sus bancos y sus fondos de inversión. Y cuando el polvo se asiente, los ucranianos encontrarán que su independencia ha sido canjeada por deuda y su soberanía por contratos leoninos.

    La historia se repite con una precisión quirúrgica: la guerra es rentable, pero la posguerra lo es aún más. Y en ese reparto, los pueblos siempre son los últimos en la fila.