Categoría: Aldo San Pedro

  • Google y ChatGPT nunca olvidan: el desafío humano de desaparecer en la era digital

    Google y ChatGPT nunca olvidan: el desafío humano de desaparecer en la era digital

    Vivimos una era donde el pasado no se borra, sino que se archiva. Cada fotografía, comentario o búsqueda permanece en una nube que no se disipa. La memoria digital ha dejado de ser un registro voluntario para convertirse en un espejo perpetuo. Lo que alguna vez se desvanecía con el tiempo hoy se conserva con precisión algorítmica. Google fija los recuerdos y ChatGPT los interpreta, creando un universo donde las personas ya no controlan qué se recuerda ni cuándo se olvida. En este entorno, el derecho al olvido digital se erige como una defensa de la dignidad humana frente al poder de las máquinas.

    El mundo vive bajo un archivo infinito. Según estimaciones del MIT y del German Law Journal, más del noventa por ciento de los datos generados en la historia se produjeron en los últimos cinco años, y el ochenta por ciento de ellos está en manos privadas. Esa acumulación no sólo representa un avance técnico, sino un nuevo tipo de dependencia. La información personal —antiguamente un residuo íntimo— se ha transformado en materia prima para la economía de la atención. La memoria digital se ha vuelto un activo económico: cada búsqueda, conversación o reacción es monetizada, perfilada y revivida en los servidores de las grandes tecnológicas.

    Europa fue la primera en reconocer que esa acumulación sin límites amenazaba la libertad. El 13 de mayo de 2014, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea falló a favor de Mario Costeja González, sentando el precedente del “derecho al olvido”. El fallo, incorporado al Artículo 17 del Reglamento General de Protección de Datos, permitió solicitar la eliminación de datos personales inadecuados o irrelevantes. Desde entonces, el continente ha demostrado que la memoria también puede tener controles democráticos. España dio un paso más con la Ley Orgánica 3/2018, que incluyó la posibilidad de ejercer ese derecho incluso después de la muerte, inaugurando la noción del “testamento digital”.

    El desafío es técnico, pero sobre todo político. En un mundo donde los algoritmos deciden qué recordar, México necesita un sistema que permita también olvidar. La dependencia tecnológica exterior —más del noventa y cinco por ciento del tráfico digital se procesa fuera del país— obliga a construir mecanismos de cooperación internacional y a definir reglas claras para la supresión de datos. Convertir el derecho al olvido en un derecho humano efectivo implicaría pasar de la simple cancelación administrativa a la protección de la identidad como valor superior.

    El avance de la inteligencia artificial ha agudizado el problema. Los modelos de lenguaje como ChatGPT aprenden de millones de conversaciones y, aunque puedan eliminar datos específicos, conservan patrones y asociaciones. Según el informe Right to be Forgotten in the Era of Large Language Models (CSIRO, 2024), la IA no olvida del todo: puede borrar un registro, pero no desaprender su huella. Este fenómeno plantea un dilema jurídico inédito. ¿Cómo se ejerce el derecho al olvido en sistemas que no pueden olvidar? Las soluciones emergentes —desde el “machine unlearning” hasta la privacidad diferencial— aún están lejos de garantizar el derecho a desaparecer de los algoritmos.

    Detrás del debate técnico hay un dilema ético profundo. Olvidar ya no es una consecuencia del tiempo, sino un acto de voluntad que requiere infraestructura. El estudio Could You Ever Forget Me? (Springer, 2022) mostró que tres de cada cuatro personas experimentan ansiedad al saber que su información persiste en línea incluso después de eliminarla. El olvido se ha vuelto un privilegio. En esta paradoja, las máquinas conservan lo que las personas querrían dejar ir, y lo que la humanidad siempre consideró natural —la posibilidad de cerrar capítulo— se ha vuelto un trámite incierto.

  • Política industrial en el siglo XXI: leer para entender el examen del T-MEC 2026

    Política industrial en el siglo XXI: leer para entender el examen del T-MEC 2026

    En la antesala de 2026, se observa en México un reloj económico que avanza sin pausa: la revisión del T-MEC. El tratado, que moviliza más del 86% de nuestras exportaciones y define la estabilidad de millones de empleos, será evaluado no por diplomacia, sino por resultados. Las advertencias de Washington son claras: no habrá negociación ni prórroga si el país no acredita cumplimiento verificable en energía, competencia, telecomunicaciones y biotecnología. La revisión se convertirá así en un examen de gobernanza industrial, donde se medirá la coherencia entre lo que producimos y lo que decimos ser.

    A diferencia de las negociaciones del viejo TLCAN, el reto actual no se limita a abrir mercados, sino a demostrar que México ha construido capacidades propias. El libro Política industrial en el siglo XXI, publicado por la UNAM, ofrece la brújula para entender este momento. Su lectura describe un país profundamente integrado al comercio internacional, pero débilmente articulado en su desarrollo interno. Las mexicanas y los mexicanos participan en cadenas globales, aunque con bajo control sobre su valor agregado y con un modelo productivo que depende más de la geografía que de la innovación. El texto advierte que, si no se corrige esa fragmentación, la revisión de 2026 podría convertir nuestras carencias en concesiones.

    Desde la mirada de sus autores, la política industrial no debería ser un conjunto de incentivos dispersos, sino un sistema de coordinación entre Estado, academia y sector productivo. Una política que diagnostique, mida y corrija. La obra revela tres debilidades persistentes: la desconexión entre innovación y política pública, la dependencia tecnológica externa y la ausencia de instituciones que integren desarrollo industrial con transición energética. Estas fallas, visibles en la baja inversión en investigación —apenas 0.3% del PIB— y en la concentración regional de la industria, explican por qué el país llega a la revisión con avances macroeconómicos, pero sin una base tecnológica sólida.

    Cumplir con el tratado será indispensable, pero insuficiente. El verdadero dilema de México es decidir si la revisión servirá solo para conservar el acceso al mercado o para construir un nuevo modelo de desarrollo. Cumplir garantiza estabilidad; construir ofrece soberanía. De acuerdo con el análisis Cumplir para competir, la presión de Estados Unidos responde a su propio fortalecimiento interno: una política industrial robusta, una transición energética avanzada y una economía digital en expansión. Frente a ello, México tendría que acreditar que su política no se basa únicamente en ventajas de costo, sino en innovación con propósito.

    La presidenta Claudia Sheinbaum ha optado por una ruta de prudencia y coordinación institucional. Su administración atraviesa consultas públicas que buscan transformar el cumplimiento en oportunidad, fortaleciendo el vínculo entre productividad, innovación y soberanía. Este enfoque técnico y estratégico es coherente con la visión que propone Política industrial en el siglo XXI. Si el país logra convertir el conocimiento en política pública, podrá negociar desde la evidencia y no desde la debilidad.

  • Es tiempo de mujeres: Capítulo ONU

    Es tiempo de mujeres: Capítulo ONU

    En el histórico marco de la 80ª Asamblea General de las Naciones Unidas, la diplomacia global dejó de ser un ejercicio de discursos para transformarse en un espejo de urgencias. Entre el reconocimiento acelerado de Palestina, la fragmentación del orden internacional y la presión por renovar el liderazgo en 2026, una idea se impuso con fuerza moral y política: es tiempo de mujeres. Por primera vez en ocho décadas, el consenso tácito dentro y fuera del pleno apunta a que el próximo capítulo de la ONU debe escribirse con una mujer al frente, como símbolo de revitalización, equilibrio y legitimidad institucional.

    El “momento ONU” fue una paradoja: un organismo al borde del descrédito, pero aún indispensable. En una semana que combinó tensiones políticas, discursos encendidos y gestos simbólicos, el Secretario General António Guterres pidió elegir entre cooperación o caos, advirtiendo que la gobernanza global no puede seguir siendo rehén de la ley del más fuerte. Las ausencias, las protestas y hasta las anécdotas callejeras —como la del presidente Emmanuel Macron detenido momentáneamente por la policía de Nueva York— mostraron que el multilateralismo ya no se juega sólo en los salones de debate, sino también en la percepción pública. La ciudadanía global observa, exige y califica. Y el mensaje fue claro: la ONU debe renovarse o arriesgarse a la irrelevancia.

    La cuestión palestina se convirtió en el núcleo ético de la Asamblea. Francia encabezó una ola de reconocimientos acompañada por países europeos y latinoamericanos, en una reacción que combinó hartazgo y esperanza. Andorra, Australia, Canadá, Luxemburgo, Malta, Mónaco, Portugal y el Reino Unido se sumaron al reconocimiento de Palestina, llevando a 157 el número de países que respaldan su estatalidad. El gesto trascendió lo simbólico: trasladó la diplomacia del Consejo de Seguridad —donde el veto estadounidense bloquea toda iniciativa— al terreno moral de la Asamblea General, donde la legitimidad política comienza a desafiar la parálisis institucional. Cada voto fue una declaración de autonomía frente al miedo, y cada discurso una denuncia contra un sistema que otorga privilegios a los poderosos mientras posterga la justicia de los débiles.

    La escena reflejó un cambio profundo. Por primera vez en décadas, Europa y América Latina coincidieron en un frente común para exigir que las palabras se transformen en acción: reconstrucción de Gaza, protección civil y rendición de cuentas internacional. Detrás de esa convergencia se reveló algo más: el agotamiento del modelo multilateral subordinado a los vetos. El reconocimiento de Palestina no fue un acto de romanticismo, sino un desafío práctico al statu quo. En él se condensó la pregunta que recorre los pasillos de Naciones Unidas: ¿de qué sirve una institución global que no puede garantizar la igualdad soberana de sus propios miembros?

    Esa pregunta conecta con otro debate de fondo: la revitalización de la Asamblea General, impulsada desde la Resolución 69/321. A diez años de su adopción, los Estados miembros coincidieron en que ha llegado el momento de hacerla cumplir. La ONU no puede seguir siendo un archivo de buenas intenciones. La resolución plantea mecanismos de transparencia en la elección del Secretario General, rendición de cuentas y fortalecimiento de la presidencia rotativa. Pero en esta edición, las discusiones fueron más allá del procedimiento: se habló de un cambio de cultura, de liderazgo, de una nueva manera de ejercer la autoridad moral. Por eso, el llamado a que la próxima Secretaría General sea encabezada por una mujer no es una concesión simbólica, sino una exigencia estructural.

  • ¿Alienígena? No tan rápido: qué dicen hoy los datos de 3I/ATLAS

    ¿Alienígena? No tan rápido: qué dicen hoy los datos de 3I/ATLAS

    En estos días en que la política nacional se debate entre la urgencia de resolver lo inmediato y la necesidad de mirar más allá del sexenio, convendría detenernos en una historia que nos llega desde las estrellas y que, paradójicamente, nos habla de realismo. La aparición de 3I/ATLAS, un objeto que viene de otra estrella, desató titulares que iban de lo fascinante a lo fantasioso: ¿podría ser tecnología extraterrestre? Sin embargo, lo que hoy dicen los datos es más sobrio y al mismo tiempo más revelador. “Un forastero que se parece a los de casa”, así podría resumirse la primicia. Porque, aunque su origen sea interestelar, las observaciones confirman que se comporta como un cometa “normal”: tiene agua, produce polvo y refleja la luz solar con un espectro rojo sin líneas. Lo extraordinario de su procedencia convive con la normalidad de sus rasgos, y ese equilibrio debería ser una lección para mexicanas y mexicanos sobre cómo distinguir entre lo espectacular y lo comprobable.

    A diferencia de ʻOumuamua, cuya trayectoria levantó sospechas por su falta de cola visible, o de Borisov, que mostró actividad cometaria convencional, 3I/ATLAS combina rareza y familiaridad. Es un visitante fugaz, pero con huellas muy similares a las de los cometas de nuestro propio vecindario. Su núcleo libera vapor de agua, expulsa partículas y genera un fenómeno curioso: una anti-cola, que vista desde la Tierra parece apuntar hacia el Sol. Este detalle podría prestarse a lecturas misteriosas, pero la explicación es geométrica y física: las partículas, al alinearse con nuestra perspectiva, crean la ilusión de lo insólito cuando en realidad siguen patrones ya entendidos. Aquí la ciencia confirma que los asombros se explican con paciencia, no con atajos.

    El seguimiento de su órbita ha sido otra prueba de rigor. Los cálculos descartan aceleraciones no gravitacionales, como aquellas que alimentaron teorías sobre ʻOumuamua. En el caso de 3I/ATLAS, la trayectoria responde a la gravedad de manera precisa, lo que implica que su núcleo es masivo y estable. Las estimaciones sugieren un diámetro de varios kilómetros, suficiente para sostener la actividad cometaria sin alterar de forma drástica su movimiento. Además, su origen puede rastrearse al disco delgado de nuestra galaxia, donde nacen sistemas planetarios jóvenes. Es decir, lo que tenemos enfrente no es un artefacto oculto ni un emisario tecnológico, sino un fragmento natural de otros mundos expulsado hacia nuestro cielo.

    Con todo, no sorprende que surgieran hipótesis extraordinarias. Algunas voces conectaron su paso con la famosa señal de radio “Wow!” o incluso con la posibilidad de inteligencia alienígena. Estas ideas generaron interés mediático y movilizaron recursos, pero al contrastarlas con la evidencia quedan reducidas a especulaciones sin respaldo. Eso no las hace inútiles: cumplen la función de despertar curiosidad, de recordarnos que debemos estar preparados para lo inesperado y de invitar a la ciudadanía a participar en el debate científico. Sin embargo, lo que construye certezas no son las conjeturas, sino los datos que se repiten y los límites que se calculan con disciplina.

  • Seguridad en definición: Avances que requieren trascender el sexenio

    Seguridad en definición: Avances que requieren trascender el sexenio

    México se encuentra en un punto de inflexión en materia de seguridad. Durante años, la narrativa estuvo dominada por cifras crecientes de violencia y una percepción ciudadana que parecía condenada a la desconfianza. Hoy, sin embargo, las encuestas de victimización y los reportes oficiales dibujan un escenario distinto: delitos de alto impacto como el homicidio doloso muestran señales de contención, el feminicidio se estabiliza y el secuestro deja de crecer con la fuerza que antes lo caracterizaba. En paralelo, mexicanas y mexicanos reconocen mejoras en lo más cercano a su vida diaria: calles mejor iluminadas, patrullajes más frecuentes y parques o canchas que vuelven a ser espacios de encuentro. Estos avances, aunque frágiles, confirman que la estrategia actual ha logrado mover la aguja y colocarnos en una coyuntura decisiva.

    Los datos de los últimos dos años muestran que la prevalencia delictiva alcanzó uno de sus niveles más bajos en una década, con poco más de 24 mil víctimas por cada 100 mil habitantes. La incidencia, que mide la cantidad total de delitos, se mantiene estable, en contraste con los picos que solían desbordar cualquier intento de control. Más aún, el promedio diario de homicidios descendió más de 30% en 2025 respecto al año previo, logrando el agosto menos violento en este rubro desde 2015. Son hechos que no pueden explicarse solo como coyunturas, sino como resultado de una estrategia que empieza a rendir frutos.

    No obstante, la seguridad no se define únicamente por los números de carpetas abiertas o las estadísticas nacionales. Se construye, sobre todo, en la vida cotidiana. La ciudadanía percibe con claridad cuando hay más vigilancia en su colonia, cuando el alumbrado funciona o cuando se recupera un espacio que antes estaba abandonado. Estos elementos, aparentemente simples, generan confianza y devuelven un sentido de pertenencia. La seguridad se vuelve real cuando la gente puede caminar de noche sin el mismo temor de antes, cuando las familias usan de nuevo los parques o cuando el patrullaje cercano manda la señal de que el Estado acompaña.

    El gran reto, sin embargo, sigue siendo la cifra negra. Más del 90% de los delitos cometidos en el país no se denuncian o no se investigan. Esta omisión erosiona la confianza ciudadana y limita la capacidad institucional para responder de manera efectiva. Denunciar sigue percibiéndose como una pérdida de tiempo, con trámites largos, resultados inciertos y un retorno casi nulo para la víctima. La consecuencia es evidente: mientras la mayoría de los delitos quede en la sombra, la percepción de inseguridad difícilmente cambiará, por más que algunos indicadores muestren mejoría. La cifra negra es, por tanto, no solo un problema estadístico, sino un desafío político y social que requiere atención prioritaria.

  • Alicia y Canelo: dos espejos de lo que somos como país

    Alicia y Canelo: dos espejos de lo que somos como país

    Entre la tragedia que nos recuerda la fragilidad de la vida y la derrota que exhibe la vulnerabilidad del triunfo, México vuelve a demostrar que necesita heroínas y héroes, villanas y villanos para reconocerse a sí mismo. Alicia, que entregó su vida para salvar a su nieta, y Canelo, que perdió los cinturones que lo sostuvieron como campeón, nos colocan frente al espejo de lo que somos: un país que busca esperanza en los sacrificios anónimos y que mide sus frustraciones en las figuras que caen. La verdadera pregunta no es quién gana o pierde, sino cómo convertimos esas historias en la brújula de una sociedad que necesita menos división y más sentido de comunidad.

    En nuestra narrativa nacional siempre se ha construido un guion que oscila entre quienes encarnan el heroísmo y quienes cargan con la etiqueta de la derrota. Es un reflejo de nuestra forma de interpretar la vida pública: nos identificamos con personajes que nos permiten comprender un presente lleno de incertidumbre. Lo ocurrido con Alicia Matías y con Saúl “Canelo” Álvarez no son hechos aislados; son relatos que, puestos lado a lado, exponen la tensión entre lo que aspiramos a ser y lo que tememos perder.

    Alicia Matías se convirtió en heroína al abrazar a su nieta en medio del fuego y las explosiones en Iztapalapa. No fue una figura pública, no buscó reconocimiento, ni imaginó que su nombre terminaría inscrito en los periódicos del país. Su acción fue instintiva, un reflejo del amor que trasciende la lógica y que se convierte en ejemplo para mexicanas y mexicanos que, frente a la adversidad, suelen encontrar en la solidaridad el recurso más inmediato. Alicia representa la grandeza de lo ordinario, la posibilidad de que el sacrificio personal se transforme en símbolo colectivo.

    En contraste, Canelo Álvarez representa otra cara de nuestra identidad social. Durante años fue exaltado como ejemplo de disciplina, orgullo nacional y superación personal. Pero en el momento de su derrota frente a Terence Crawford, las voces que antes aplaudían se tornaron críticas, incluso burlonas. Su caída nos recordó que México tiende a exigir a sus ídolos perfección imposible, como si de ellos dependiera la medida de nuestra autoestima nacional. El triunfo de ayer se convierte en la decepción de hoy, y lo que queda en el fondo es la dificultad de reconocer que la vulnerabilidad también forma parte de la grandeza.

    Estas dos historias nos revelan que seguimos buscando en figuras concretas —una abuela en un barrio popular y un boxeador en la cima del espectáculo deportivo— las claves para entendernos como nación. Necesitamos heroínas y héroes que nos devuelvan esperanza y villanas y villanos a quienes atribuir culpas. Pero esa mirada simplificada impide ver que las lecciones más profundas están en cómo respondemos, colectivamente, a esos acontecimientos. Alicia inspira a construir redes de apoyo, Canelo debería inspirar a comprender que la derrota no disminuye la valía de una persona ni de un país.

  • Cuando el primer empleo también se automatiza: la trampa laboral de la inteligencia artificial

    Cuando el primer empleo también se automatiza: la trampa laboral de la inteligencia artificial

    El futuro ya no se anuncia con despidos masivos ni con huelgas a las puertas de las fábricas. Se presenta de manera silenciosa, en los rincones menos visibles del mercado laboral, justo donde las y los jóvenes deberían dar su primer paso. La inteligencia artificial generativa, con su capacidad de redactar, programar, atender clientes y producir reportes en segundos, está ocupando el espacio que tradicionalmente pertenecía al primer empleo. Y lo hace sin ruido, sin resistencia, sin estadísticas que lo documenten. El problema ya no es imaginar qué trabajos se perderán en veinte años, sino reconocer que el reemplazo comenzó hace tiempo y ocurre en la etapa más frágil: la entrada al mundo laboral.

    El estudio de Stanford publicado en agosto de 2025 marca un parteaguas. Basado en millones de registros de nómina procesados con rigor metodológico, confirma que entre 2016 y 2023 hubo una caída del 13% en la contratación de personas de 22 a 25 años en sectores expuestos a la IA generativa. No se trata de ciencia ficción ni de modelos teóricos: es un dato duro que desnuda la paradoja de nuestra era. Mientras las cifras agregadas de empleo en Estados Unidos siguen creciendo, hay un agujero invisible en el inicio de las trayectorias. Ese vacío es estructural, porque lo que no se contrata no se despide, y lo que no se mide no se atiende.

    Este fenómeno obliga a replantear los supuestos tradicionales de la política laboral. Durante décadas se repitió que las y los jóvenes no encontraban empleo porque les faltaba experiencia. Los gobiernos diseñaron programas de prácticas, becas y esquemas de vinculación productiva bajo esa premisa. Hoy sabemos que no es falta de experiencia, es exceso de automatización. Las tareas de entrada —programación básica, soporte administrativo, creación de contenido inicial, atención al cliente digital— ya no requieren a un recién egresado: las hace un algoritmo más rápido, más barato y sin prestaciones. En ese sentido, el problema no es el talento juvenil, sino la lógica de mercado que lo vuelve prescindible.

    En México, el rezago institucional agrava la situación. Las encuestas oficiales, como la ENOE, no clasifican ocupaciones por grado de exposición tecnológica. La política laboral actúa con indicadores ciegos, incapaces de detectar exclusiones focalizadas. Los programas de apoyo al primer empleo, construidos con paradigmas del siglo pasado, siguen pensando que el desafío es la “transición escuela-trabajo”. Pero el obstáculo real es que ese tránsito ya no existe en ciertas áreas: la puerta de entrada fue cerrada por sistemas que sustituyen la rampa de aprendizaje con simulaciones automáticas. Si no se reconoce a tiempo, lo que está en riesgo no es una generación de egresados, sino la continuidad del pacto social que vinculaba educación con movilidad.

    El sistema educativo se encuentra atrapado en esta contradicción. Miles de mexicanas y mexicanos que estudiaron con esfuerzo descubren que lo aprendido en las aulas ya fue imitado por máquinas. La universidad, diseñada como garante de empleabilidad, produce títulos que pierden valor en el mercado digital. Se enseña lo que la IA ya sabe hacer, mientras las habilidades no automatizables —pensamiento crítico, negociación, liderazgo en contextos ambiguos— siguen relegadas a programas de élite. Así, en lugar de corregir desigualdades, la educación corre el riesgo de reproducirlas: quienes egresan de instituciones con planes tradicionales cargan con competencias codificables, mientras una minoría privilegiada accede a saberes que aún no puede replicar un algoritmo.

    La injusticia generacional se instala como un hecho consumado. Las y los jóvenes no cuentan con sindicatos que defiendan su derecho al primer empleo, ni con marcos normativos que reconozcan el fenómeno como una forma de exclusión estructural. La IA generativa produce un reemplazo sin conflicto, sin huelgas, sin titulares en la prensa. Simplemente, las vacantes no se abren. El canario en la mina ya no canta, pero tampoco se percibe su silencio. Y si las instituciones no reaccionan, lo que se perderá no es un salario inicial, sino la posibilidad de construir ciudadanía plena a partir de la autonomía económica.

    No se trata de demonizar la tecnología. La inteligencia artificial puede ser aliada en múltiples campos: investigación, innovación, eficiencia administrativa. El dilema está en cómo regular y acompañar su impacto para que no erosione la cohesión social. Las empresas que sustituyen personal joven por sistemas automatizados hoy no enfrentan obligaciones de reporte ni contribuyen a fondos de compensación. El costo social de la automatización temprana lo absorben las familias y el Estado, mientras los beneficios de productividad se concentran en los balances privados. Esta asimetría exige un rediseño de políticas fiscales, industriales y educativas que revaloricen la función estratégica del primer empleo.

    El riesgo de no actuar es repetir errores históricos. La mecanización agrícola dejó comunidades enteras sin alternativas productivas; la robotización automotriz excluyó a miles de obreros sin políticas de reconversión; la digitalización bancaria marginó a quienes no tuvieron acceso a nuevas competencias. En cada caso, la falta de reacción oportuna amplificó desigualdades. Hoy, con la inteligencia artificial, el desafío es aún más profundo: no es el reemplazo de tareas consolidadas, sino la eliminación de trayectorias antes de comenzar. No hablamos de reconversión laboral, sino de una omisión que convierte la meritocracia en promesa rota.

    La inteligencia artificial no está reemplazando el trabajo como lo imaginamos: está impidiendo que comience. El primer empleo —ese peldaño inicial hacia la autonomía, la experiencia y la vida adulta— está siendo absorbido silenciosamente por algoritmos que imitan, con precisión creciente, las tareas para las que los jóvenes se preparan. No es falta de talento, es exceso de automatización. Y mientras las políticas públicas miran hacia otro lado, se instala una exclusión estructural sin protesta visible, sin sindicato que la denuncie y sin estadísticas que la documenten. Proteger el primer empleo ya no es un acto simbólico, es una decisión estratégica para que el futuro no llegue dejando atrás a quienes más lo necesitan.

  • Cuando la Inteligencia Artificial deje de imitar y empiece a entender

    Cuando la Inteligencia Artificial deje de imitar y empiece a entender

    En la historia de la tecnología hay momentos que marcan un antes y un después. Así ocurrió con la llegada del internet, con la expansión de los teléfonos inteligentes o con la irrupción de las redes sociales. Hoy, frente a nuestros ojos, estamos viviendo otra transformación que podría ser aún más decisiva: el paso de una inteligencia artificial que imita a una que entienda. No se trata de un debate de especialistas, sino de la frontera política, económica y social que definirá cómo se organiza el mundo en las próximas décadas.

    La inteligencia artificial que usamos cotidianamente, desde asistentes de voz hasta programas capaces de redactar un texto, pertenece al universo de la IA generativa. Estos sistemas aprenden de enormes cantidades de datos y con ellos predicen lo que “probablemente” sigue en una oración, en una imagen o en una línea de código. Son máquinas estadísticas de imitación. Su fuerza es la versatilidad, pero su límite es claro: no comprenden lo que producen. Lo que para muchas y muchos parece casi mágico —que un modelo escriba un ensayo, genere un retrato o resuelva una ecuación— en realidad es el resultado de patrones memorizados, no de un razonamiento real.

    Frente a este escenario aparece el horizonte de la Inteligencia Artificial General (AGI, por sus siglas en inglés), cuyo objetivo sería replicar la capacidad humana de razonar, aprender de la experiencia y adaptarse a situaciones completamente nuevas. Mientras la IA generativa solo responde dentro de lo que ha visto, la AGI aspiraría a integrarse en tiempo real a contextos inéditos, construyendo significado y tomando decisiones con una flexibilidad cercana a la nuestra. Esa es la verdadera disyuntiva: si seguiremos conviviendo con máquinas que imitan o si presenciaremos el nacimiento de máquinas que entienden.

    El debate no es abstracto. Dos gigantes de la industria, Microsoft y OpenAI, se encuentran en el centro de esta carrera. Al inicio fueron socios estratégicos: una alianza de más de diez mil millones de dólares que permitió a Microsoft incorporar los modelos de OpenAI en productos como Copilot, Office 365 o Bing. Sin embargo, lo que comenzó como un matrimonio tecnológico ejemplar hoy se acerca a un divorcio silencioso. El motivo es la llamada “cláusula AGI”, que permitiría a OpenAI romper el contrato con Microsoft si declara que alcanzó la inteligencia general. Para los de Redmond, esta cláusula es un riesgo existencial: podrían perder acceso a la tecnología justo en el momento en que más la necesitan. Para OpenAI, es su seguro de independencia frente a inversionistas y socios que buscan controlar la joya más codiciada de la era digital.

    La tensión ha llevado a Microsoft a preparar un camino propio. En 2025 presentó dos modelos entrenados en sus propios laboratorios: MAI-1-preview para texto y MAI-Voice-1 para voz. Aunque aún no alcanzan el nivel de sofisticación de GPT-5, marcan una estrategia de independencia. El mensaje es evidente: Microsoft no quiere ser solo cliente, sino competidor directo. El movimiento también refleja algo más profundo: el reconocimiento de que la AGI podría convertirse en el bien más valioso del planeta y que depender de un tercero sería políticamente insostenible.

    En este terreno de disputas empresariales emergen también las advertencias de figuras como Elon Musk, quien ha acusado a OpenAI de abandonar su misión original y de transformarse en una empresa orientada al lucro, demasiado dependiente de Microsoft. Musk llegó a afirmar que, tras el lanzamiento de GPT-5, OpenAI “se comería vivo” a Microsoft. Más allá de la exageración, la frase refleja el ambiente de carrera armamentista que rodea a la inteligencia artificial: no es solo una competencia tecnológica, es una lucha por el poder global.

    Lo cierto es que, más allá de la retórica, ya existen señales que apuntan hacia algo nuevo. Investigadores de Microsoft Research publicaron en 2023 el estudio “Sparks of Artificial General Intelligence”, donde documentaron experimentos con GPT-4 que parecían mostrar “chispas” de razonamiento general: resolver problemas matemáticos complejos, interpretar contextos inéditos, generar código creativo. Eran destellos, no una inteligencia plena, pero suficientes para encender un debate mundial. La llegada de GPT-5 en 2025 aumentó la expectativa, aunque la realidad fue más matizada: mejoras en velocidad y eficiencia, pero todavía lejos de un entendimiento humano.

    Estos destellos deben leerse con cautela. Son avances reales, pero no pruebas definitivas de que la AGI ya exista. Funcionan como los primeros vuelos de los hermanos Wright: demostraciones de posibilidad más que soluciones listas para transformar la vida cotidiana. Sin embargo, su valor estratégico es enorme: movilizan inversión, presionan a gobiernos para preparar regulaciones y generan una narrativa pública que influye en mercados financieros y decisiones políticas. Aquí radica un riesgo adicional: que las empresas usen el término AGI como arma de marketing o como ficha contractual, sin que haya evidencia de un salto real.

    Comprender la diferencia entre IA generativa y AGI es fundamental. La primera es poderosa dentro de los límites de sus datos; la segunda promete trascender esos límites y construir conocimiento propio. La primera responde como un traductor que domina el francés porque memorizó millones de textos; la segunda sería como un viajero que llega a una comunidad y aprende el dialecto local a través de la interacción y la experiencia. Una imita; la otra entiende. Y en esa diferencia se juega el futuro de la humanidad digital.

    Mientras tanto, en la vida diaria ya experimentamos impactos profundos de la IA generativa. Estudiantes que la usan para estudiar, profesionistas que redactan informes con su apoyo, mexicanas y mexicanos que encuentran en Copilot una herramienta que ahorra tiempo en sus trabajos. Todo ello anticipa cómo podrían cambiar nuestras rutinas si se concreta la AGI: diagnósticos médicos más precisos, justicia más accesible, ciencia acelerada. Pero también riesgos mayores: pérdida masiva de empleos, manipulación política a escala inédita, concentración del poder tecnológico en unas cuantas manos.

    El futuro de la inteligencia artificial no dependerá únicamente de cuándo llegue la AGI, sino de cómo decidamos construirla y gobernarla. No será un asunto técnico menor, sino la frontera que definirá el rumbo de nuestra civilización digital. La AGI representa la posibilidad de contar con máquinas que aprendan y razonen como nosotras y nosotros, capaces de transformar la ciencia, la economía y la vida cotidiana; pero también encierra riesgos inéditos si su desarrollo queda en pocas manos o se desalinean sus objetivos de los valores humanos. La conclusión es clara: el futuro no dependerá de la fecha exacta en que crucemos el umbral, sino de si somos capaces de garantizar que esa nueva inteligencia se convierta en un motor de progreso compartido y no en una herramienta de amenaza o desigualdad.

  • Elon Musk y el arte de gobernar en el caos: Un espejo para la política

    Elon Musk y el arte de gobernar en el caos: Un espejo para la política

    El tiempo actual se caracteriza por liderazgos que fascinan y dividen, que despiertan admiración y temor al mismo tiempo. En este escenario global, la figura de Elon Musk aparece como un espejo que refleja tanto la potencia de la genialidad como la fragilidad del exceso. Su trayectoria empresarial, descrita con detalle en la biografía escrita por Walter Isaacson, no solo ofrece un retrato del empresario más polémico de nuestra época, sino también un laboratorio de ideas sobre cómo podría concebirse el liderazgo político en tiempos de incertidumbre. La pregunta es inevitable: ¿qué pasaría si la forma de gobernar el caos que practica Musk en sus empresas se aplicara en la política de un país?

    El estilo Musk nació en la adversidad. Desde su infancia en Sudáfrica, marcada por el bullying escolar y la dureza emocional de su padre, aprendió a resistir el dolor como parte natural de la vida. Esa experiencia, lejos de quebrarlo, se transformó en un entrenamiento de resiliencia: abstraerse de un presente hostil para refugiarse en la imaginación y en la tecnología. Al llegar a la adultez, esa capacidad de convertir la hostilidad en motor se trasladó a sus empresas, donde la presión y la incertidumbre no son accidentes, sino condiciones estructurales del trabajo. Lo que a él lo fortaleció, a muchos de sus colaboradores los desgasta.

    Su sello más visible es la obsesión. SpaceX no es para él solo una compañía aeroespacial, sino la materialización de su misión personal de colonizar Marte. Tesla no se limita a fabricar automóviles eléctricos: simboliza la cruzada contra los combustibles fósiles. Neuralink va más allá de la neurociencia: es el intento de doblar el futuro para adelantarse a la amenaza de la inteligencia artificial. En todos los casos, Musk exige a sus equipos que piensen en lo imposible como la meta mínima. La obsesión se convierte en el combustible que justifica noches enteras en las fábricas, rediseños abruptos y sacrificios personales extremos.

    El caos, en su modelo, no es un accidente, sino un método. En Tesla dormía en el suelo de la planta para presionar a sus ingenieras e ingenieros a resolver en horas lo que otros tardarían meses en planear. En Twitter/X despidió a la mitad de la plantilla en días, mostrando que la incertidumbre es también un mecanismo de disciplina. El management de Musk consiste en imponer plazos arbitrarios, cambiar las reglas de último minuto y mantener a todos en estado de alerta perpetua. Este modo de operar produce innovaciones sorprendentes, pero al costo de erosionar la estabilidad emocional y financiera de quienes participan en el proceso.

    El precio humano de este modelo es incuestionable. Jornadas de más de cien horas semanales, colapsos emocionales, rotación de personal altísima y un burnout convertido en norma. Isaacson documenta cómo Musk suele tratar a sus colaboradores como piezas intercambiables de una maquinaria cósmica, bajo la idea de que la misión —electrificar el transporte, colonizar Marte, anticiparse a la IA— está por encima de las personas. La innovación avanza, sí, pero lo hace sacrificando salud, vida personal y sentido de pertenencia. El dilema ético es evidente: ¿puede considerarse legítimo exigir sacrificios desproporcionados a miles para obtener beneficios civilizatorios para millones?

    A esta dinámica se suma el mito del salvador. Musk se autoproyecta como imprescindible: el único capaz de salvar a la humanidad de su dependencia de los fósiles, de llevarla a otro planeta o de protegerla de inteligencias artificiales hostiles. Su narrativa se alimenta del control absoluto que ejerce en Twitter/X, desde donde convierte cada logro empresarial en una gesta épica. Sin embargo, detrás de esa imagen heroica se esconden improvisaciones, tensiones internas y errores logísticos constantes. El mito no se sostiene en la solidez de la gestión, sino en la potencia del relato. Y aun con todo, este mito le otorga poder político y económico: atrae capital, impone ritmos a sus competidores y motiva a su personal a dar más de lo que puede.

    Lo fascinante del modelo Musk es que funciona en el corto plazo: Tesla redefinió la industria automotriz, SpaceX es socio estratégico de la NASA y Twitter/X, con todos sus problemas, sigue siendo una arena central de comunicación global. Pero lo inquietante es que este éxito depende de una sola persona y de su capacidad de sostener la tormenta permanente. Lo que se presenta como innovación disruptiva puede convertirse en fragilidad estructural: si falla Musk, fallan las empresas que orbitan en torno a él.

    ¿Podría exportarse este modelo a la política? Algunos líderes ya se han mostrado seducidos por la audacia y la disrupción de Musk, imaginando que gobernar con su estilo implicaría romper inercias y acelerar transformaciones. Pero la diferencia es sustancial: en política, la improvisación no se traduce en pérdidas financieras, sino en crisis sociales. La presión extrema no genera innovación colectiva, sino fractura social. La idea de que nadie es indispensable podría sonar a meritocracia, pero aplicada al gobierno corre el riesgo de minar la legitimidad de las instituciones.

    Sin embargo, no todo es advertencia. La política sí podría inspirarse en ciertos rasgos del modelo Musk: la capacidad de comunicar horizontes ambiciosos, la audacia para plantear metas imposibles, la convicción de que el futuro puede diseñarse en lugar de esperarse. En el caso de México, por ejemplo, una parte de la Cuarta Transformación ha buscado proyectar esa visión de largo plazo en temas de justicia social, energía y soberanía tecnológica. La clave está en traducir la audacia en políticas públicas sostenibles, no en reproducir la tormenta como norma.

    El desafío es que la política requiere consensos, instituciones sólidas y liderazgos empáticos, no improvisaciones permanentes ni sacrificios humanos desproporcionados. En un país donde las mexicanas y los mexicanos demandan justicia, bienestar y certidumbre, lo que menos se necesitaría sería un liderazgo que dependiera del caos como combustible. Tomar lo mejor de la visión Musk sin importar sus costos humanos sería el verdadero aprendizaje: la capacidad de pensar en grande sin perder de vista lo que sostiene a las sociedades en el día a día.

    En suma, el “modelo Musk” revela tanto la potencia de un liderazgo capaz de movilizar recursos, talento y narrativas en torno a metas imposibles, como sus profundas grietas humanas e institucionales. Convertir el caos en método, la obsesión en motor y el sacrificio extremo en norma ha permitido conquistas tecnológicas que marcarán la historia, pero también ha expuesto un dilema insoslayable: lo que fortalece la innovación puede debilitar a las personas y a las estructuras que la sostienen. Para la política y la sociedad, la lección es clara: inspirarse en la audacia y la visión, pero sin replicar la fragilidad de un liderazgo que depende de la tormenta permanente y de un solo individuo.

  • 14 millones salieron de la pobreza, pero la batalla no ha terminado

    14 millones salieron de la pobreza, pero la batalla no ha terminado

    En agosto de 2025 se difundió un dato que podría marcar un antes y un después en la conversación pública de México: con base en la medición 2024 elaborada y publicada por el INEGI, casi 14 millones de personas dejaron de vivir en pobreza multidimensional respecto a 2016. El número, que podría parecer frío, es en realidad la historia de millones de mexicanas y mexicanos que hoy cuentan con un techo más digno, acceso a educación, servicios de salud o seguridad social. También es la señal de que, cuando el ingreso mejora y los programas sociales llegan a quienes más lo necesitan, las carencias retroceden. Sin embargo, este logro no está exento de contrastes, porque aún cuatro de cada diez personas siguen atrapadas en privaciones graves. El país avanza, sí, pero lo hace a dos velocidades.

    El dato que cambia la historia es claro: la proporción de población en situación de pobreza pasó de 43.2 % en 2016 a 29.6 % en 2024. En términos absolutos, se traduce en una reducción de 13.7 millones de personas, lo que acerca a México a un punto inédito en la última década. No se trata únicamente de más dinero en los bolsillos; significa que más familias cuentan con acceso a derechos básicos y con un entorno material más estable. Desde la óptica de la Ingeniería Política, convendría leer este fenómeno como el resultado de un sistema en el que distintos engranes —ingresos laborales, transferencias públicas y acceso a servicios— se alinearon para producir un cambio tangible en las condiciones de vida.

    Pero el país avanza a dos velocidades. Mientras en estados del norte como Nuevo León, Baja California y Baja California Sur la pobreza afecta a menos de una de cada diez personas, en Chiapas, Guerrero y Oaxaca más de la mitad de la población sigue en esa condición. En Chiapas, de hecho, más de una cuarta parte vive en pobreza extrema. La geografía del bienestar muestra un país fragmentado: un norte urbano e industrial que concentra empleos formales y servicios, y un sur rural que enfrenta barreras estructurales de infraestructura, conectividad y acceso a la seguridad social. Si no se cierra esta brecha territorial, cualquier avance nacional corre el riesgo de ser percibido como una estadística que beneficia solo a unos cuantos.

    ¿Qué carencias siguen doliendo? La mayor deuda está en la seguridad social: 48.2 % de la población, alrededor de 62 millones de personas, no cuenta con ella. En salud, la cobertura tampoco es universal: 34.2 % —unos 44.5 millones— carece de acceso. En vivienda se observan mejoras, pero aún 7.9 % de mexicanas y mexicanos vive con problemas graves de calidad o espacio, y 14.1 % no dispone de servicios básicos como agua potable o drenaje. La alimentación es otro frente abierto: 14.4 % de la población, es decir, cerca de 18.8 millones de personas, enfrenta carencia alimentaria. En educación, más de 6 millones siguen en rezago, un recordatorio de que el círculo de la desigualdad no se rompe sin inversión sostenida en el conocimiento.

    Los apoyos sociales sí hacen la diferencia. Sin las transferencias —pensiones, becas, programas alimentarios—, la pobreza extrema habría sido de 6.9 %, pero gracias a ellas se ubicó en 5.3 %. Esa diferencia equivale a casi dos millones de personas que evitaron caer en la franja más crítica. En términos sencillos, esto significó que miles de hogares pudieran costear alimentos, medicinas o servicios básicos que de otra forma hubieran estado fuera de su alcance. El mensaje es claro: los programas sociales no son dádivas; son instrumentos de política pública que, bien aplicados, salvan vidas y transforman trayectorias.

    Sin embargo, depender exclusivamente de transferencias no sería suficiente. Para consolidar y ampliar los avances habría que apostar por empleo formal con prestaciones, por un sistema de salud robusto, por educación pública de calidad y por infraestructura básica en comunidades donde hoy sigue faltando agua potable, drenaje o conectividad. Las transferencias deben verse como un piso de apoyo, pero no como un sustituto de los derechos universales. Si no se garantiza seguridad social y servicios básicos, las cifras podrían revertirse en cualquier crisis económica.

    Vale también explicar qué entendemos por pobreza multidimensional. No es solo la falta de ingresos. Es la combinación de un ingreso insuficiente para adquirir la canasta básica alimentaria y no alimentaria, más al menos una de seis carencias sociales: rezago educativo, acceso a servicios de salud, acceso a seguridad social, calidad y espacios de la vivienda, servicios básicos en la vivienda y acceso a alimentación nutritiva y de calidad. En otras palabras, una persona deja de ser considerada pobre multidimensional no solo cuando gana más, sino cuando, además, logra acceder a derechos que le permiten vivir con dignidad.

    La pregunta clave para mexicanas y mexicanos sería: ¿qué significa todo esto en su vida diaria? Si hay más comida en la mesa, si hijas e hijos pueden seguir estudiando, si existe un empleo estable o si se puede atender una enfermedad sin endeudarse, entonces el progreso se siente en carne propia. Pero si sigue faltando agua potable, si no hay acceso a seguridad social o si persiste el hambre, las cifras nacionales pueden parecer lejanas. Por eso la política pública tendría que ser quirúrgica: identificar territorios, cerrar brechas y dirigir con precisión los recursos a quienes más lo necesitan.

    La reducción de la pobreza multidimensional en México a su nivel más bajo en una década demuestra que los avances son posibles cuando el ingreso mejora, los programas sociales llegan a quienes más lo necesitan y se fortalecen derechos básicos; sin embargo, también revela que el país sigue partido en dos: uno que avanza con mayor bienestar y otro que permanece atrapado en carencias profundas. La verdadera prueba hacia el futuro no será solo mantener esta tendencia, sino convertirla en política de Estado que cierre las brechas territoriales, garantice seguridad social, salud, educación y vivienda para todas y todos, y haga que las cifras se traduzcan en vidas más dignas. Solo así México dejará de correr a dos velocidades y podrá caminar unido hacia un desarrollo justo y sostenible.