No debería sorprender que las palabras de Don Vicente Fox, a quien por decoro nadie llama presidente Fox, como a él le gustaría, ese prohombre que está más allá del bien y el mal, que desde las alturas refresqueras entiende que el ejercicio de gobierno no es diferente a la distribución de Coca Colas, y quien no sabe que no sabe nada, indignaran a propios y extraños y fueran rechazadas por ambos e interpretadas como una ofensa que en nada ayuda a nadie. Y digo que no debería causar sorpresa, no porque no se deba esperar nada inteligente de Don Vicente, sino porque pocos tienen el entendimiento necesario, para profundizar en las profundidades del pensamiento foxiano, y el valor de abrazar las iniciativas de la derecha moderna, oxímoron de tan hermoso alcance que solo tiene comparación con el humanismo reaccionario.
“Ojalá y Xóchitl nos cumpla de que los huevones no caben en el Gobierno y tampoco en el país. Ya se acabó de que estén recibiendo programas sociales: ‘¡A trabajar cabrones!’, como dice Xóchitl […]”, afirmó Fox en una entrevista, y remató diciendo que la pensión de los expresidentes “sin duda” debe ser restituida. El punto de partida de la propuesta foxista puede resumirse en esa hermosa frase que demuestra un complejo entendimiento del hablar mexicano: “¡A trabajar cabrones!”. Su contenido no hace falta resumirlo, porque es de una sencillez que podría confundirse con reduccionismo: quien no trabaja y no pertenece a la clase privilegiada no come.
Una aclaración, trabajar no significa lo que el chairo de Marx explicó que significaba en El Capital, un proceso a través del cual el hombre “pone en acción las fuerzas naturales que forman su corporeidad, los brazos y las piernas, la cabeza y la mano, para de ese modo asimilarse, bajo una forma útil para su propia vida, las materias que la naturaleza le brinda. Y a la par que de ese modo actúa sobre la naturaleza exterior a él y la transforma, transforma su propia naturaleza, desarrollando las potencias que dormitan en él y sometiendo el juego de sus fuerzas a su propia disciplina.” No. Nada de eso, trabajo es simplemente la forma en la que los sujetos ganan dinero, y quien gana poco es porque trabaja poco. “El pobre es pobre porque quiere”, debe leerse detrás de la propuesta de Fox.
En este sentido, deben distinguirse dos tipos de cabrones en la iniciativa foxiana. Los primeros, a los que se dirige la orden de ¡A trabajar! Son cabrones porque ni siquiera deben ser reconocidos como humanos. Son cabrones porque son animales de carga, destinados a mantener eternamente la maquinaria en movimiento. En pocas palabras, son cabrones porque resultan molestos, un mal necesario. Son cabrones porque no merecen descanso. Porque no pueden ser “huevones” que estén recibiendo programas sociales. Los segundos, los cabrones que dirigen a los cabrones que son dirigidos, son cabrones porque son personas experimentadas y astutas. Son cabrones porque saben ponerse del lado correcto, ese lado donde pueden ganar dinero trabajando menos que quienes son pobres sin parar de trabajar.
Ese es el primero de los dos ejes del pensamiento foxista, pensamiento complejo y lleno de sabiduría reaccionaria; existen quienes deben trabajar toda su vida, sin tregua ni descanso, y a pesar de ello —o justo por ello— son huevones, y quienes, siendo huevones, vividores y abusivos, no son huevones, ni vividores, ni abusivos, sino trabajadores que son tan trabajadores que no necesitan trabajar. Lo que Don Vicente sostiene con esa honestidad brutal, propia de niños, borrachos y oligofrénicos, es que no todos pueden ser huevones, y merecer programas sociales, ya sea una beca para estudiantes, una pensión universal para personas adultas mayores, o una pensión presidencial. Sólo unos cuantos son los elegidos. Y, en consecuencia, los no elegidos deben trabajar –están obligados a trabajar– arduamente para garantizar la satisfacción del mínimo necesario de sus necesidades, seguir trabajando y –sobre todo– preservar el sistema de injustas injusticias que permite a los segundos, a los cabrones que los pusieron a trabajar sin descanso, vivir con excesos y privilegios que los ciudadanos de a pie difícilmente podemos imaginar y no merecemos disfrutar.
El otro, el segundo eje foxista, consiste en el entendimiento de que no es posible obligar a todos a vivir marginalmente. Entender que –como ya se dijo– hay quienes nacen para maceta y del corredor no pasan, hay quienes nacen para plantar, regar y cuidar las macetas durante cada minuto de su vida, y hay quienes nacen para ignorar que hay macetas y trabajadores en el corredor que los conduce a sus aposentos lujosos. A estos últimos, no es posible obligarlos a padecer penuria alguna, así sea la menor de las penurias, así sea la de menor duración. No. Para ellos todo, para los demás nada. La clase privilegiada no solo es privilegiada por decreto y nominación. Es privilegiada porque no sabe lo que significa vivir sin privilegios y nunca debe saberlo. La clase privilegiada tiene seguros de gastos médicos mayores que “andan en los 100 mil pesos mensuales”, y no tienen por qué ser tratados como beneficiarios del IMSS o el ISSSTE. La clase privilegiada debe recibir cuanto apoyo sea necesario para seguir siendo privilegiada, desde pensiones presidenciales, hasta condonación de impuestos. La clase privilegiada trabaja, haciendo que la clase explotada trabaje, para que la clase privilegiada pueda vivir sin trabajar, gracias al trabajo de la clase explotada.
Desde luego que no faltarán quienes encuentren repulsivo el planteamiento honesto, reaccionario y falto de ética de Don Vicente Fox, marqués de San Cristóbal. A quienes les indigna lo indignante, les recuerdo que no todos somos iguales, y que, si bien el trabajo de las clases explotadas mantiene vivos los privilegios de la clase privilegiada, su impacto macroeconómico resulta ínfimo, porque son intercambiables, porque existen reservas de desempleados para sustituirlos, porque no tienen voz, ni nombre, ni rostro. Porque son anónimos. Por otro lado, el impacto de lo que hagan y dejen de hacer los selectos miembros de la elite elitista que goza de lujos, excesos y privilegios, resulta inmediato en la vida de todos, y Fox lo resumió brillantemente en una frase que recuerda a la consigna de quienes suben a los camiones a pedir dinero a cambio de no asaltar a los pasajeros: “Los presidentes deben tener tranquilidad, los expresidentes igual, sucede en todo el mundo. No hay que mandarlos a la hoguera porque se portan mal”. Dimensionemos, si un miembro de la clase explotada se porta mal, su alcance será mínimo y afectará principalmente a los miembros de la clase explotada. Sin embargo, si un miembro del club de los privilegiados se porta mal, puede poner en jaque la estabilidad nacional, convocar a la sedición, revelar secretos con alto valor geopolítico o cabildear en pro de los intereses trasnacionales sobre los intereses nacionales (no sean burdos, no piensen que estoy hablando de Zedillo o Calderón).
Entrados en gastos
Hace un par de días, mi amigo y analista desconocido de la condición humana, obrero docente al servició de la burocracia dorada, Karl García (quien no debe ser juzgado por haber sido bautizado con el mismo nombre que el filósofo, economista, sociólogo, historiador, periodista, intelectual y político comunista) me ayudó a entender por qué el echaleganismo que arrastra el grito ¡A trabajar cabrones!, cuando cae en los oídos de alguien que no siendo privilegiado tiene el privilegio de codearse con los privilegiados, es un grito fundamental para sacar adelante a nuestra sociedad. Me dijo que, si “Xóchitl llegó a vender hasta 600 gelatinas en un día, y suponiendo que cada gelatina pesara entre 100 y 150 gramo, Xóchitl tenía que desplazar –para vender en la plaza– entre 60 y 90 kilos de gelatinas.
Esto, sin contar el peso de las típicas vitrinas para gelatinas.” Y planteó varías preguntas –que evidentemente ocultaban su admiración y cierto nivel de envidia– “¿Cómo podía mover, una niña de 10 u 11 años, 90 kilos de gelatinas al día? ¿Cuántos viajes hacía? ¿Con qué tipo de transporte contaba? ¿Dónde las refrigeraba? ¿Dónde las preparaba?” Todo ello, concluía Karl, “no puede más que impresionarme por su precoz empuje empresarial, impresionarme por cómo desde temprana edad resolvió un problema tan complejo de movilidad, impresionarme por su temprana vocación de ingeniera, impresionarme porque –considerando que, hasta el año pasado, Tepatepec, Hidalgo, tenía 11,355 habitantes– Xóchitl vendía a diario a poco más del 5% de la población de su pueblo.” Y, mi reaccionario amigo, remataba su sorpresa con el mismo anhelo que todos tenemos: “Ya nada más falta esperar la serie de esta proeza como una producción original de Netflix, lástima que no vaya a estar a cargo de Epigmenio Ibarra.”
- Carlos Bortoni es escritor. Su última novela es Dar las gracias no es suficiente.
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