En esta segunda década del S XXI, la escuela requiere transformarse de manera que su involucramiento en la transformación de la realidad, más allá de mero agente susceptible de manipulación, se convierta en el eje desde el que se generen las propuestas sociales, económicas y políticas para que, con su propia identidad, cada comunidad se comprometa con su entorno local para incidir en el del componente social del que se trate.
Cada comunidad educativa (CE) está compuesta por varios elementos que tendrían que centrarse en la formación de las niñas, los niños y de la identidad misma de la propia colectividad. Tendrían que considerarse parte de la CE, las niñas, los niños, los padres de familia y/o los encargados de su cuidado y custodia al estar afuera del espacio escolar, las maestras, los maestros y todo el personal que trabaja en las escuelas incluyendo a las autoridades. Del mismo modo, a cada persona que transporta colectiva o individualmente a todos estos elementos, así como a quienes viven en el entorno inmediato a la escuela, así como a quienes rodean las viviendas de las familias de estos niños y niñas.
Hasta antes de la década de los 60 del S XX, la mayoría de las mujeres mexicanas solamente trabajaban en “las labores del hogar” sin otra remuneración que el agradecimiento de sus familias. A partir de esos años, su integración en el mundo de los asalariados se fue incrementando exponencialmente hasta llegar casi al 40% de la población económicamente activa en la llamada economía formal, lo que hace alrededor del 46% de las mujeres mexicanas, en lo que el 29% de ellas trabajan en el sector informal.
Lo anterior impacta de manera directa a la educación de la niñez. Partiendo de la base de que tanto el padre, cuando éste aparece en la familia, como la madre, están ocupados la mayor parte del tiempo en conseguir los recursos para mantenerse a si mismos y a sus dependientes económicos, su progenie queda al garete o al cuidado de extraños, de ahí que la perspectiva escolar tenga que ser modificada de manera radical y tome en sus manos la responsabilidad social de la educación y la formación de cada niña y niño que sean abrazados por el espacio educativo, tanto público como privado y, por ende, terminemos con el estigma de que “la educación se trae de la casa”, refiriéndonos a “la casa” como a la familia.
La disfunción familiar en nuestros días es casi una constante en todas las clases sociales, va desde la formada por la “madre soltera”, hasta la del “padre soltero”, pasando por una serie de modalidades de familia que tendrán que ser tema de un análisis posterior. Sin embargo, todos los casos tienen un denominador común, las hijas e hijos representan una problemática tal para los individuos, que los confronta con la solución y satisfacción de las necesidades económicas, soslayando las emocionales y espirituales de las que difícilmente se habla y que parecieran secundarias o poco importantes, pero lo son tanto o más, porque de ellas depende el desarrollo equilibrado y sano de la mentalidad y el pensamiento de cada estudiante.
La perspectiva escolar debe cambiar para que la escuela, que no la educación como concepto, sino específicamente cada escuela, se convierta en el necesario hogar de cada persona que ahí convive a diario y por ello, sería necesario que su horario de labores se viera incrementado, aunque esto implicara tener un segundo turno de personal educativo que bien podría ser cubierto de manera rotativa por miembros de la comunidad educativa externa de la escuela, pero que podrían ser preparados y formados para contagiar esta cultura e identidad comunitaria, tanto a los niños, como al resto de los habitantes de la propia comunidad en cuestión, ya sea una escuela en el medio urbano sobrepoblado o en el medio rural cuya población está distribuida en espacios mayores y con distancias más grandes entre cada núcleo familiar.
La propuesta es simple, que la escuela se convierta en el centro del desarrollo formativo, no solamente de los niños y las niñas, sino sobre todo de cada comunidad que la rodea. La formación de las nuevas generaciones es una responsabilidad que debe recaer en todos y cada uno de los miembros de la sociedad, sin importar el nivel socioeconómico al que cada individuo pertenezca, poniendo siempre como prioridad el beneficio de los estudiantes, desde el preescolar, hasta el nivel universitario.
Ya es tiempo de que la escuela y la familia no pongan en el otro la responsabilidad de formar individuos sanos cuya meta vital sea ser útiles para poder ser felices. El tiempo de decir “eso es asunto de la escuela”, o “ese es asunto de la familia” debe terminar y el involucramiento de la escuela en cada aspecto del desarrollo pleno de cada ser humano que pise sus aulas, necesita ser total y con un profundo compromiso colectivo e individual que esté siempre en la mente y el corazón de cada adulto que interviene en el proceso. Así también, la escuela podrá ser agente de mejoramiento de la salud mental de cada persona que intervenga en la formación de la niñez.
El análisis del papel de la escuela y el planteamiento de cómo mejorarlo, requiere de mucho más, por eso intentaré contribuir un poco más en el futuro.
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