“Tienes que ser un rey
y un asesino”,
le dijo Fred, su padre,
y lo envió al servicio militar.
Friedrich Heinrich,
el abuelo de Trump,
de Alemania emigró a Seattle,
y regenteó burdeles.
Padre y abuelo forjaron en Donald el mal.
El odio y la psicopatía le entraron por un oído
y ahí se quedaron.
Por eso fue un muchacho rebelde.
“Ataca en vez de defenderte
y si te golpean, golpea aún más fuerte”.
El hijo aprendió a demostrar quién mandaba.
El padre no quería que los negros
vivieran en sus casas en renta.
Lidió en la Corte por ello,
pero era suya,
como después de su hijo.
A los Trump no les agrada pagar impuestos.
Trump hijo superó al padre.
Es un gran depredador,
un maníaco sexual.
Es más que eso:
Trump es un perverso asesino.
Pero ¡ay de quien lo acuse!,
¡ay de quien lo enfrente!
Todo mundo lo sabe:
es culpable de 34 cargos.
Pese a ello es presidente,
porque la democracia en su país
es un chiste mal contado.
A Donald le gusta el color del oro,
y echó a perder el decorado
de Casa Blanca,
que de blanco no tiene más que la fachada
La Casa Impura le vendría mejor.
Hoy el viejo Donald Trump quiere ser rey
o emperador,
pero su traje nuevo se le ve muy mal.
Hace poco la viuda de un retrógrada
evidenció al Rey Pañal,
que no le importa morir;
está enfermo, demasiado sucio
y ha vivido mucho,
aunque insanamente.
Por eso ha puesto al mundo
entre la espada y la pared,
entre la bomba atómica
y los misiles burebéstnik.
El presidente
es un hombre blanco,
como Michael Jackson.
Es un César moderno,
como Calígula, Nerón
o César Augusto Pinochet…
Igual de ignorante,
de imbécil y pirómano,
igual de vil y despreciable.
Los adjetivos son necesarios
ante un criminal.
Trump es culpable del asesinato de
80 mil palestinos,
que serán diez veces más
cuando los judíos sionistas
dejen de bombardear
y se levanten los escombros en Gaza.
Si tan solo, vulgar emperadorzuelo,
no hubieras vetado el alto al fuego.
Si tan solo no odiaras a los migrantes
(varios inocentes han muerto
en tu andanada estúpida).
Si tan solo no ordenaras
ejecuciones extrajudiciales
en el Caribe y en el Pacífico
o no reprimieras y atacaras
a los muchachos blancos de tu país
ni les lanzaras gases lacrimógenos
a dos cuadras del Capitolio.
Si mejor capturaras a los que venden la droga
a unos metros de Casa Impura.
Si no te creyeras el rey del mundo,
ni no hubieras desestimado la furia de aquel virus.
Si no te hubieras retirado del Acuerdo de París…
El niño Trump es retraído,
imagina que es rey,
que juega al golf y a los soldados,
y con un cohetón activa la bomba atómica.
El joven Trump y su padre Trump
fingen posar ante la cámara.
Detrás, los rascacielos se tornan grises.
La fotografía en blanco y negro
captura la maldad de los dos supremacistas.
Cuatro personas al fondo ignoran la destrucción
que anegará las calles varias décadas después.
No saben aún de la guerra comercial, la racial,
la miserable guerra de la hambruna,
la inútil guerra en contra de la desigualdad…
¿Cuántas muertes más vendrán?
¿Quién detendrá a ese loco?
Como todo en la vida,
el maldito caerá por su propio peso
y en la historia le espera
un execrable lugar.
Hacemos comunicación al servicio de la Nación y si así no lo hiciéramos, que el chat nos lo demande.

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