Si usted aún no ha cumplido 50 años, si usted nació entre el Bravo y el Usumacinta, entre California y el Caribe, entre el Atlántico y el Pacífico, es decir, si usted es una lectora o un lector oriundo de México, aquí ha radicado y tiene menos de diez lustros de edad, entonces seguramente es usted alguien a quien prácticamente durante toda su vida le han dicho que la gente es un problema.
¿Qué gente? Toda, toda la gente… Usted ha vivido en un mundo en el que el sentido común hegemónico dicta que entre menos burros más olotes, que “la familia pequeña vive mejor”, que ya somos demasiados, que si hay más población habrá menos recursos y más pobreza, que “ya no cabemos”, en fin… Ahora, si usted es aún más joven y anda por debajo de los cuarenta años, además de tener la certeza de que la gente es una carga para el país, es muy probable que a usted lo hayan convencido de que el principal recurso de una persona, de una familia o de un país es el dinero. Así que para la mayoría de los connacionales —considere que la edad mediana en México es de 29 años— lo mejor que podría pasarnos es que fuéramos menos y tuviéramos más dinero.
No siempre se ha entendido así el asunto. En 1921, Obregón realizó el IV Censo de Población. Al término de la Revolución, el país comenzaba a recuperarse. La reconstrucción debía atender todos los flancos de la economía, de entrada, el de la fuerza de trabajo. La bola había costado un millón de vidas: el censo de 1910 contó a 15 millones de habitantes y el de 1921 a 14 millones. Frente a esta realidad, los gobiernos postrevolucionarios continuaron impulsando, como se había hecho durante el porfiriato, una política pronatalista: había que “hacer patria”, tal era el precepto impulsado tanto por la iglesia católica como por el Estado. Cuarenta años después, se levantaría el último censo optimista. El 8 de junio de 1960 se realizó el VIII Censo de Población.
A la mañana siguiente, El Universal publicaba a ocho columnas: “Creciente Potencialidad de México va Revelando el Censo”. La “potencialidad” aludida era el montonal de gente. La población no era un problema, todavía era una promesa. El fantasma de la explosión demográfica —una expresión aún ausente— no espantaba a nadie. En 1960 la consigna seguía siendo, como lo fue en la época prehispánica, a lo largo de la Colonia y, a lo largo de la etapa independiente hasta entonces, ¡entre más seamos, mejor! Poblar era hacer patria. El censo reportó que en 1960 el país contaba con 35 millones de habitantes, más del doble de lo que tenía en 1921.
El acelerado aumento poblacional se evidenció cada vez más: de los 20 millones de personas que en 1940 vivían en México, pasamos a más de 50 millones en 1970. ¿Resultado de la política poblacionista? Seguramente no; Benítez Zenteno sostiene que “el aumento de las tasas de crecimiento de población hasta 1974 se debió en su totalidad a la disminución de las tasas de mortalidad”. Cierto: la esperanza de vida se incrementó espectacularmente, de 41 años en 1940 a 62 en 1970. Claro, el auge demográfico fue incorporado al discurso oficial como un portento más del llamado “milagro mexicano”.
Pasaríamos luego del optimismo exultante a un pesimismo que no pocas veces ha rayado en lo apocalíptico. El giro fue draconiano: en diciembre de 1973, el mismo año que se estrenó la película Cuando el destino nos alcance (Soylent Green), se promulgó la nueva Ley de Población, y pasamos de una política poblacionista a una de decidido control de la natalidad. ¿Qué pasó? El movimiento de 1968 había sido la manifestación de las contradicciones generadas por un desarrollo económico —cuyo modelo además se hallaba en un callejón sin salida— “simplemente cuantitativo sin verdadero progreso político o social” —Carlos Fuentes dixit—.
El vertiginoso proceso de urbanización, la terciarización de la economía y sobre todo la desigualdad en la distribución de la riqueza comenzaron a pasar abultadas facturas. La ideología liberal capitalista había permeado ya en las nuevas generaciones: el individualismo, el consumismo y el aspiracionismo empataron bien con el control de la natalidad. El viraje de la política poblacional mexicana, ocurrido durante el gobierno de Echeverría, atendía además las presiones de Estados Unidos y los organismos internacionales: por un lado, se urgió a los países pobres a incorporar el control de la natalidad como un derecho humano, y por el otro se condicionaron los préstamos a la instrumentación de tales políticas. Tristemente célebre es la declaración de Robert MacNamara, presidente del BID, de que más valía invertir cinco dólares en anticonceptivos que uno en desarrollo.
Los gobiernos neoliberales mantuvieron la política de control del crecimiento demográfico, sin impulsar mayores acciones, e incluso descuidando la salud reproductiva.
Hoy la Ley de Población del 74 sigue vigente, aunque buena parte de ella está abrogada. Sin embargo, discursivamente AMLO ha dado un golpe de timón: la población dejó de entenderse como un problema para asumirse como lo que siempre ha sido, nuestro principal recurso. Nuestra riqueza somos nosotros.
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