Mucho se ha hablado de cómo la política de Donald Trump ha cambiado el manejo de las relaciones comerciales y diplomáticas internacionales. Pero eso no sería posible sin la existencia de personajes que comparten su forma de actuar, ya sea por conveniencia política, ideológica o simplemente porque, al igual que él, son fascistas hambrientos de poder.
Uno de los favoritos de la derecha latinoamericana es, sin duda, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, quien sostiene que el monopolio de la violencia debe estar en manos del Estado, en lugar de buscar la paz y la reconciliación.
En días recientes, ambos mandatarios se reunieron en la Casa Blanca, en un encuentro que dejó a Estados Unidos al borde de una crisis constitucional, derivada del caso de la deportación de Kilmar Abrego García.
Kilmar Abrego García es un joven salvadoreño que vivía en Estados Unidos desde hacía más de diez años. A pesar de contar con una orden judicial que impedía su expulsión del país, el gobierno de Donald Trump lo deportó a El Salvador.
Abrego fue enviado directamente al CECOT, la megacárcel que alberga a miembros de las maras. Sin juicio, sin pruebas, sin delito: Estados Unidos lo subió a un avión y lo mandó de regreso a su país natal. Aunque la corte ordenó a la administración de Trump regresarlo y corregir el procedimiento, el mandatario se mofó frente a las cámaras durante la reunión con Bukele y le aventó la responsabilidad a la fiscal Pam Bondi.
Con actitud claramente autoritaria y fascista, Trump declaró: “Eso no es problema nuestro, eso le toca a El Salvador”, a lo que Bukele respondió: “No, de malas, es un terrorista y se queda en el CECOT”. Ambos ignoraron abiertamente el mandato judicial.
En resumen: Donald Trump desobedeció a la Corte Suprema de Estados Unidos, que días después ordenó frenar las deportaciones de migrantes bajo la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 y que siguen desobedeciendo.
Y sin embargo, ningún medio corporativo en México y Estados Unidos levantó la voz. Nadie gritó “dictadura”. Nadie acusó a Trump de violar el estado de derecho o de secuestrar la justicia.
La misma derecha y los mismos medios que montan escándalos por suspensiones judiciales en México, que acusan sin pruebas al gobierno actual de “avasallar a la Corte” o de “destruir la democracia”, hoy guardan un silencio cómplice frente a una de las violaciones más graves al orden constitucional en Estados Unidos.
¿Será que lo que molesta no es la forma, sino el proyecto político que se construye? ¿Será que lo que les duele no es la legalidad, sino que el poder lo tenga alguien que no responde a sus intereses?
El silencio con Trump y la furia con México lo confirman: para la derecha, la ley es solo un disfraz, no una convicción.

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